Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

El viejo del saco

Autor:

Dorelys Canivell Canal

Igualito al de los cuentos, a ese con el que asustan a los niños pequeños cuando no quieren comer, el viejo del saco llegó a la parada, no saludó ni pidió el último, la vitrina de sus ojos descubría a un hombre que quizá ni siquiera sabía a sus años que toda la multitud había puesto su mirada en él.

Soltó el bulto enorme en el piso y se sentó a mi lado, no habló una palabra, tampoco yo. Desvencijadas las ropas, tan viejas y maltratadas como él sus botas, y debajo de los párpados un azul cristalino cual ventana al infinito.

Al llegar la guagua subió entre los primeros y soltó su saco en medio del pasillo, no con el ánimo de estorbar o de entorpecer el camino de los demás, sino con la poca fuerza que propician sus décadas. Como iba sucio y solo nadie le ofreció un puesto, absolutamente nadie se levantó para que él, a sus bien contados más de 80, pudiera descansar; como si por ir sucio y solo sus años fueran menos.

«Sigue hasta el fondo». «Quita el saco del medio». «Estás atravesado», dijo la mayoría. Le hice un espacio para que ubicara su morral. A veces una guagua puede ser el reflejo de la sociedad. Pinar del Río, que se cuenta entre las provincias más envejecidas del país, tiene mucho trayecto que desandar. La familia también.

No son pocos los ancianos que cada día van por nuestras calles, que son suyas quizá más que nuestras pues ayudaron a construirlas con sus propias manos, y sin embargo, encuentran en su camino malos tratos y barreras para su buen desenvolvimiento.

Y ello ocurre porque aún tenemos fisuras en la educación, no solo en la institucional, esa que enseña mejor o peor Español, Matemática e Historia; sino en la educación cívica, en la formación de valores, aquella que nos permita sentir que esa persona mayor puede ser nuestro abuelo, o el vecino de enfrente.

Si el viejo del saco con la mirada perdida no fuese solo, sin compañía, de seguro nadie le espetaría en la cara: «¡Oye, viejo, camina!». En su lugar le habrían dicho: «Mi viejo, córrase un poquito». Entonces ya no sería igual, pues en lugar de emplear un tono despectivo pasamos a usar un pronombre posesivo, y con él a asumir que podría ser el anciano que nos ayudó a crecer.

La sociedad tiene que prepararse para atender a una población envejecida. Hacerlo no solamente desde el punto de vista de infraestructura, con más casas de abuelos y círculos para no dejar vencer a la artrosis, que también son infinitamente importantes para una calidad de vida óptima.

Me refiero, sobre todo, a estar preparados para dar buenas respuestas, tener paciencia y esperar tres minutos para que el anciano pueda abordar un ómnibus. Facilitarle un lugar más allá de cómo vaya vestido o quién lo acompañe; hacer un alto y ayudarlo a cruzar la calle; explicarle cómo funciona un teléfono público o un cajero automático; hablarle de frente, mirándolo a los ojos para que sepa, así, que la vida construida no termina en frases duras, sino con un hombro, aunque sea desconocido, en el cual apoyarse.

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