Estoy de visita en tu ciudad eterna y alguien me dice que el mejor sitio para «wifiar» es la plaza, así que allá me voy en este mediodía de domingo, a aprovechar los pocos minutos que me quedan de saldo.
Como hay fresco y sol a la vez, le doy la espalda al astro para que mis pulmones tengan su propia fiesta y la pantalla de la laptop no sufra. En lo que Etecsa me reconoce, observo la gran bandera en su envidiable baile de paradas y despliegues. Mucha gente se detiene a filmarla o le hacen fotos, yo prefiero escuchar música en el tableteo de sus ondulaciones.
A mi derecha, un grupo de niñas forma una cadena para patinar. En el centro colocan a la más pequeña, que con miedo se estrena en la aventura, pero las otras no la dejan dudar y al poco rato rueda libre, regalando con gracia sus meneos de «experta».
Una adolescente hace malabares sobre la bicicleta. Mientras avanza hacia otras dos chicas de diversas edades, una de ellas cede su ciclo a un varoncito, loco por dominar su equilibrio con ayuda del primo, quien lo empuja por el sillín hasta que, a pocos metros, ambos caen.
Las risas, consejos y gritos de alarma de varias familias distraen a tres jóvenes que en el banco contiguo al mío conversan, celular mediante, con un excolega de la universidad. Quieren saber cómo le va por otras latitudes, qué tal el tutor de la maestría y si ya sabe decir «Me muero de hambre» en ese extraño idioma del norte europeo.
Muy cerca del cartel del fondo, aprovechando una nube momentánea, un señor pasea un perro sato pequeñito. Rebasa rápido el cuadrante donde un joven entrena a dos pastores y casi tumba a una muchacha que camina leyendo, tan ensimismada en el relato que el helado chorrea por su mano y va a parar al pelambre del desafortunado chucho.
Recuerdo a qué vine y chequeo el proceso de búsqueda de mi dispositivo. Al parecer, perdí la conexión. Empiezo de nuevo a teclear códigos y un graznido me distrae: un ave rompe el azul sobre tu gorra guerrillera, llamando a la bandada que se prepara para migrar.
Al otro extremo responde una guitarra. Es otro llamado, pero a quedarse. En el suelo, alrededor del músico, se sienta un grupo de vestuario tan indefinible como su edad o sexo. Al menos se distinguen sus verdades cantadas: Varela, Buena fe, Raúl Paz, los españoles Sabina y Melendi...
Pasa una Transtur y en un minuto la escalinata a tus pies se llena de turistas. Buscan el ángulo ideal para atrapar en un flachazo todo el conjunto escultórico, pero yo sé que ninguna imagen va a poder compararse con la que capta desde arriba el bronce de tus ojos entornados.
Oigo un trueno a lo lejos y por precaución guardo mi equipo. Te saludo discreta y me desplazo entre la gente distraída, que no le da importancia al cielo encapotado. Santa Clara te sabe de memoria, y tú a ella también. Tal vez, de tanto verte, algunos dejan de mirar en tu sagrada dirección. Pero nadie se olvida de invocarte, de respetar a tus visitas, de pronunciar desde el orgullo tu corto sobrenombre.
Para tu alma de filósofo debe ser muy gratificante proyectarse sobre esta plaza viva, múltiple, latiente, que no necesita fechas ceremoniosas para llenarse de personas. Bien por ti, por lo que representas, y mil veces bien por quienes te eternizaron en el centro de Cuba como un vecino amable, cuyo patio sin rejas, nada particular, canta, llueve y se moja como los demás.