A veces cunde la alarma cuando echan a rodar una bola con el fin archiconocido de sembrar la desinformación, el pánico, la perplejidad o la desconfianza.
Los rumores poseen sus peculiares características y se diferencian de las mentiras, aunque son gajos del mismo tronco y tienen idénticos fines malintencionados. La bola salta a la tribuna de la calle desde voces anónimas y, en la medida en que se van esparciendo, cada cual le hace su particular aporte, casi siempre para hacerla aún más tétrica.
Las propalan sobre temas sensibles para el bolsillo de la gente de la calle, para inventar hechos de sangre, desvirtuar acontecimientos reales, desacreditar y difundir el desasosiego.
Dejemos sentado que los rumores siempre han existido. Escribo lo obvio para fijar que tampoco fue un invento que llegó con la Revolución, pero sí han resultado y resultan, como las mentiras, un arma exprimida hasta la saciedad por los enemigos de nuestro proyecto social.
Hay quienes afirman que las bolas surgen por la falta de información, pero dejan bajo la manga el detalle de que aquellas, casi sin excepción, están sustentadas sobre cuestiones que nunca han ocurrido, es decir, difunden un hecho falso.
Acepto que, inexplicablemente, a veces se demora la publicación de un acontecimiento real, que nada tiene que ver propiamente con una bola. Y esa falta de información, oportuna y precisa, desencadena conjeturas de todo tipo.
Que valga la salvedad para los suspicaces: no estoy hablando de los rumores sobre la chismografía de todo tipo, porque acá se sepultó casi desde el mismo enero de 1959 el llamado periodismo amarillo, que incluye noticias escandalosas o exageradas, adulterios y enredos políticos con fines mercantiles, que por lo general carecían de evidencia o esta resultaba muy endeble.
Les hablo sobre esas bolas que en distintos momentos se adueñaron de la calle. Por ejemplo que modificarían las disposiciones aduanales vigentes en detrimento de sus usuarios. O, como casi ahora mismo, la propalación en Santa Clara de un rumor de que iban a secuestrar a los niños en las escuelas y pedir rescate.
Y hubo que desmentir el infundio directamente, más allá de la máxima de especialistas que consideran, si fuera inevitable, hacerlo indirectamente. Es increíble que a estas alturas haya personas capaces de atragantarse con esa necedad de los vaticinados secuestros.
Las mentiras, que también han sido y son un arma utilizada por los enemigos de la Revolución, vienen avaladas por los simples asalariados del imperio y hasta los que detentan el poder en este, apoyados por sus equipos de propaganda que las diseñan hacia el interior del país y para afuera.
Quizá la más clásica echada al ruedo, en 1960, fue aquella de la Operación Peter Pan, basada en que los padres cubanos perderían la patria potestad de sus hijos y estos serían convertidos en carne enlatada en la URSS. Muchísimos la creyeron, a pie juntillas, y 14 000 niños fueron enviados a Estados Unidos por sus progenitores.
Lo que vino después fue más de lo mismo por grandes cantidades, desde inventar y propagar supuestos desembarcos armados, pugnas políticas, enfermedades inexistentes, o que eran falsos los primeros trasplantes cardíacos en Cuba, o que los bombardeos del 15 de abril, preludio de la invasión de Playa Girón, habían sido realizados por miembros de la Fuerza Aérea que se habían sublevado, o que podía sufrirse la presencia de raros animales depredadores.
Las más cercanas en el tiempo las conocemos bien: violación de derechos humanos, patrocinadores del terrorismo, elecciones amañadas, represión y un kilométrico etcétera.
Los cubanos hemos aprendido a identificar las bolas y las mentiras que, de repetirlas hasta la saciedad, han menguado su efectividad. Pero, ojo: hay que estar alertas para no irnos con la de trapo y hacerles el juego.