Rosita ya no sabía comer pollo. El muslo de pollo asado se enfriaba impúdicamente frente a ella, se reía impúdicamente de ella, y ella lo miraba como un objeto distante e inútil. Si acaso, jugaba un poco con él valiéndose del tenedor o de los dedos. Tampoco sabía bañarse sola. Si la dejaban, podía pasarse sentada en el borde de la bañadera, desnuda, hasta que llegara el fin del mundo.
Poco a poco, con el sarcástico rigor del tiempo, había ido desaprendiéndolo todo: cómo peinarse, cómo lavarse los dientes, cómo avisar cuando le venían deseos de ir al baño, cómo sonreír desde adentro... Desde los labios sí sonreía, pero era una sonrisa de payaso, casi una mueca nerviosa pintada en su piel por el olvido.
Rafael había sido más fuerte. Después del accidente que le costó una pierna a ella, después de los electroshocks que tuvieron que darle a él, después de apoyar al único hijo de ambos para que cruzara la mar, él se dedicó, casi por completo, a cuidar al único amor de su vida.
Le daba la comida, trazando hasta jueguitos infantiles para llevarle la cuchara a la boca. La bañaba, perfumaba y entalcaba. Acariciaba el muñón de su pierna y, con sus habilidades manuales extraordinarias, remendaba la prótesis cuando el desgaste empezaba a molestarla. En un ejercicio mnemotécnico baldío le preguntaba por momentos claves en la vida de los dos. En qué playa pasaron la luna de miel; cuánto ganaban de primer sueldo; cuáles eran los nombres de los vecinos.
Ella movía las manos algo alterada y disparaba sin orden las cuatro o cinco frases que habían quedado rebotando en su cabeza como bolas de billar en una mesa sin clientes. De todas, una sonaba particularmente herida: «Los muchachos. Los muchachos»… Aludía, pienso, a los nietos, que dejó de reconocer pequeños, y en sus vueltas a Cuba, algo mayorcitos, resultaban para ella, como el resto del universo, solo extraños.
Rafael guardaba con celo los diplomas de ambos. Trabajadores consagrados. Secretaria ella; él, en los talleres. Décadas de esfuerzo. En papeles vergonzosamente amarillos.
Cada día, luego de acicalar a su novia y desayunar, salía con ella a dar una vueltecita al parque, para que no perdiera el ejercicio físico. Quien los viera, de la mano, saludando sonrientes, difícilmente imaginara la batalla inconmensurable de él, y el vacío sin fondo de ella.
La casa, amplia, bien situada en el Nuevo Vedado habanero, se les caía encima. Era una buena construcción, de las de antes, pero los años sin mantenimiento habían rajado la cubierta.
¿Y el hijo? Allá, lejos. Llamaba cada dos o tres meses, casi siempre para anunciar que había mandado cien o 200 dólares. Dinero que su padre, con el frenesí de quien ya consumió las reservas, invertía sin control en comida y comida. Banquete de un par de semanas hasta que se volvían a ver, una vez más, penando solo con la chequera de jubilados.
Hace unos días me dijeron que Rosita, es decir, su cuerpo, había acabado de morir. Los detalles son durísimos. En esencia murió de abandono, porque ya su novio-esposo-enfermero-cuidador había sido vencido por el agotamiento mental de muchos años de imposible.
Lograron cremarla. El hijo no pudo venir a despedirla. Después, quién sabe (y a quién le importa) cuándo, él la seguirá. Y seguro el hijo, el reverendo hijo, tampoco pueda venir. Allá, dice, se trabaja mucho.
Isla de veteranos. Y tantos solos.
Supongo que el sinsonte que Rafael alimentaba, el único que les cantaba unas migajas de compañía, no haya sobrevivido. Era también anciano.
Luego de varios días martillándome las ideas con sus rostros, escribo estas líneas. Solo omito los nombres reales. Ya habían perdido tanto, que no seré yo quien les quite el resto de la intimidad.