Esperanza no es una palabra cualquiera en el vocabulario político, mucho menos en la práctica revolucionaria. No es casual que la Revolución le diera a Cuba un sobrenombre hermoso, que todavía la marca en el destino del mundo: la Isla de la esperanza.
Ese vocablo tiene un significado ya de por sí desafiante en el diccionario, cuánto más no lo tendrá en los registros sentimentales de la compleja vida humana y, por supuesto, de la cubana.
Ya en otro momento, intentando encontrar el enorme sentido que ella tiene para el país que se abría a la actualización económica —y a otras actualizaciones—, recordé que el triunfo de 1959 fue para nuestra nación como el año uno en su tiempo de siglos: no le emergió un Cristo milagroso de la cruz, pero le nació una nueva fe.
En las palabras introductorias a un texto que resume las experiencias de muchos cubanos durante la Campaña de Alfabetización, intenté resumir ese hálito, ese encanto misterioso, esa ilusión que se expandió por Cuba con la Caravana de la Libertad:
—Era un país gobernado por los sueños, todos parecían posibles.
—La irreverencia era la única convención. Toda añeja estructura, todo viejo prejuicio, toda antigua mezquindad se venían abajo para fundar un hermoso sentido de la justicia y la libertad.
—La bondad y el amor se destapaban de todos los cofres del alma cubana.
—Era una nación que había perdido la medida de todas las cosas; en la que no había empeños medianos, ni imposibles; en la que nada parecía más cuerdo que todas las benditas «locuras» relegadas por siglos.
—No solo se estaba listo para cambiar a Cuba, también para salvar al mundo. En la isla perdida en la inmensa geografía universal comenzaba a dibujarse una nueva dimensión. El pequeño David se travestía en gigante de la redención humana.
—Se saltaba de la adolescencia a la madurez como Gagarin de la Tierra al cosmos. La rebeldía y la sapiencia habían encarnado su perfecto cuerpo joven. La audacia y la imprudencia eran el brío que cambiaba el país.
Dejo hasta ahí ideas que ya he manejado en este espacio, y ofrezco disculpas —como otros colegas en estos días— por regresar a ellas, pero creo que es preciso insistir en que una nación que viene de enamoramientos y ardores semejantes, no debería dejarse arrastrar por la indiferencia o la apatía que reanida en nosotros, entre aquellos a los que el cansancio los llevó a colgar el sable, se alínean a proyectos de cuestionable valor para las ansias nacionales, o en quienes provocan esas reacciones al dar añejas respuestas, o dejar sin estas, a duros y emergentes problemas.
Una reciente provocación periodística, en el programa Hablando claro, de Radio Rebelde, me devolvió la idea de que en un cuerpo humano y hasta social muy vigorosos puede incubarse un alma envejecida.
Sería una ingenuidad desconocer que hay circunstancias podadoras de sueños. Ello es lo que el genio poético de Rubén Darío describió como vivir estando muertos, sin entusiasmo, canosos por dentro, sin ideales.
Fidel, maestro y visionario de la política revolucionaria cubana, también discurrió en su momento sobre aquella teoría que sustentaba que, con el paso de los años, los movimientos revolucionarios pueden perder fuerza y popularidad. Cuando lo hizo, todavía no había ocurrido la caída del llamado socialismo real.
Lo anterior no podemos perderlo de vista en la Cuba inspiradora de tantos idealismos, donde se intenta emerger de una aguda y continuada crisis con la refundación de su plataforma socialista, lo cual requiere de una especial sincronización de las decisiones técnicas y la política, porque esa renovación solo sería posible si las nuevas vanguardias revolucionarias mantienen la capacidad de enamorar.
Hay que alcanzar un triunfo extraordinario sobre la pesadumbre y el desespero con el valor de la esperanza, esa delicada y sensitiva dama espiritual. Sí, porque el ocaso de una gran esperanza es como la puesta del sol: con ella se extingue el esplendor de muchas vidas, como advirtiera el poeta estadounidense Henry Wadsworth Longfellow.
El socialismo que ahora reformulamos nunca sería posible sin las «fuerzas morales» de las que nos habló el filósofo argentino José Ingenieros; menos aún sin ese «instrumento de índole moral» tan defendido por el Che. Para que no sea la esperanza lo último que se pierda.