Una no se muda de casa de una vez y para siempre. Es un proceso largo, de adaptaciones, crueles a veces, hermosas a ratos; un ir y venir de costumbres y emociones, aun más tremendas si la que se deja detrás es la casa de la infancia, donde queda la habitación con las mil y una cosas que no tienen una utilidad definida en el nuevo espacio.
Entonces, en una de esas visitas tan saboreables al hogar que hasta hace muy poco fue el único, hay que decidirse a botar papeles viejos. Ahí están las libretas, las agendas, los repasos de las asignaturas universitarias, los recortes de periódico que guardaste «porque un día me van a hacer falta».
Pero pasaron los años y nunca volviste a abrir la libreta, ni a consultar los repasos o las agendas porque la vida sigue su curso, cada vez más buscas y almacenas información digital y en el hogar que poco a poco formas has aprendido a valorar el espacio. Si hay que decidir entre los libros y los papeles viejos, los últimos pierden.
Una tarde entera se puede ir en el proceso de descarte. Cada página te lleva a un recuerdo, y dudas en echarlas en el nailon negro de la basura; pero no quieres ser como Fermina Daza, que nunca terminaba por botar nada y volvía a acomodarlo todo donde se disimulara el desorden.
Así se van, las dejas ir. Reordenas lo que se salvó del descalabro por razones prácticas o sentimentales, y tratas de no preguntarte si hiciste bien o mal. A fin de cuentas, hay que renunciar a la esclavitud de las cosas, no andar con el costado tan pegado a lo material.
Lo confieso, siempre he admirado a la gente que no se apega a nada, que lo sopesa todo por su valor utilitario y sabe que las cosas están hechas para usarlas (las usan y las desechan) y no para colocarlas en el panteón de los recuerdos.
Yo no llego a tal desprendimiento, detrás de todo veo el testimonio de una etapa, de una persona, de un sentimiento, y liberarme de papeles viejos se me vuelve una tortura con rezagos de culpabilidad, que me persiguen pasados los días. Por eso lo escribo, a ver si se me pasa.
Y no es que padezca del síndrome de acumulación compulsiva, lo demostré con esta última purga papelística, sino que establezco con lo mío una relación casi romántica: prefiero la edición vieja del libro porque tiene mis subrayados de los 14 años, o la mancha del café que prepara mi mamá en las tardes, y no importa si está feo o estropeado. En cada doblez, cuarteadura o desperfecto está la historia de quién y cómo he sido.
Sin embargo, sé que aprender a desprenderse es parte del crecimiento: lo imprescindible es lo que de haber calado tan profundo nos acompañará hasta el último de los días. Lo comprendo, hay que aligerarse, desempolvar las esquinas, aunque haya papeles viejos que sobrevivan a todas las limpiezas.