Mi Habana bullanguera y pendenciera está calada por el silencio. Doloroso, penetrante. Es otra, aunque sé que es la misma, a pesar de este letargo impuesto no por un duelo decretado, sino por un sentimiento de amor sembrado hace 63 años, desde el Moncada, por un hombre que acaba de extender hasta la eternidad su aparición telúrica e imprescindible.
Los habaneros serpenteamos una vez más por la Plaza, y las largas filas se multiplican en nuestra geografía isleña. Ahora, para decir un saludo-despedida a ese ser universal que nos desbrozó y desentrañó el camino de la dignidad, de la justicia necesaria, de la solidaridad humana.
El que con una frase simple nos quitó los siete velos de la ignorancia: No te vamos a decir cree, te vamos a decir lee. Y todos aprendimos o enseñamos, que es también la mejor manera de aprender, en las cartillas con la frase de Venceremos. A partir de ahí, cada cual pudo hacer su camino en igualdad de condiciones y de cada uno dependió transitarlo más por el beneficio común que por el propio.
Hicimos retumbar el Patria o Muerte para que nadie creyera, ni se lo crea ahora, que el espíritu del Titán no corre por nuestras venas de criollo ajiaco.
Moral y cívica, y hasta la ética, dejaron de ser una asignatura escolar para transformarse en valores y virtudes puestos en práctica con la impronta del pensamiento y el accionar martiano —casi tirado al olvido conveniente para unos pocos—, revivido con la fuerza de las trincheras de ideas por este ser también universal, que nos precede en la marcha y nos guía.
No será necesario, por ello, llamar con su nombre una escuela, una fábrica, un hospital, un teatro, una galería, un parque... porque merecería que así se llamaran todos y cada uno de los puntos cardinales de mi Cuba.
Definitivamente, seguiremos caminando a su lado, comprometidos para siempre. Lo dijo el poeta: «Fidel es un país», el nuestro, Fidel es Cuba. Así nos hicimos, fuimos y somos por siempre fidelistas.