Parecía como si alguna auxiliar con buena paga hubiese pasado el brillador al firmamento. El día amaneció con un cielo pomposamente limpio. Pero eso fue hasta el mediodía. Con el paso de las horas el infinito se perdía entre pedruscos de nubarrones, varios de los cuales tomaban, según la visión de algunos, la misma faz cadavérica del ojo de Matthew, que por esos días se replicaba en los celulares, que ya son comunes hasta en estos bateyes remotos.
Algo extraño «se cocina allá arriba», se presumía en El Güirito, entre las montañas baracoesas. Esas nubes no parecen traer nada bueno, sentenció un guajiro, mientras el machete hacía con el corte sobre los troncos una traviata misteriosa, que asustó sobremanera. Era como si adelantara uno de esos presentimientos sobrenaturales entre quienes habitan los montes de Cuba.
Para darle más suspenso a la sentencia, bandadas de pájaros, que nunca sobrevuelan los contornos, comenzaron a pasar por encima de las cabezas. «¡Qué hambre la de esos animalitos!, ¿sabrá el Señor de dónde vienen?, y acá lo único que pueden picar es palmiches, que este ciclón ha dejado huecos, como a casi todo», terció otro campesino, mientras apretaba uno de aquellos frutos, que explotó entre salpicadas de un líquido incoloro.
Ya al atardecer parecía que san Pedro había abierto todas las compuertas de sus alturas. Lo que se dice un «señor aguacero» se vino abajo, y entonces comenzaron a justificarse las misteriosas predicciones. Con el vendaval comenzaron a aparecer decenas, centenas, miles de pequeñas ranitas.
Los cuerpecillos repulsivos, fríos y mojados, negruzcos o blanquecinos de los peculiares anfibios brincaban sobre los brazos, los cuellos, las calvas, las piernas; copaban las paredes, las puertas y ventanas; no quedaba un resquicio libre.
Al día siguiente de la primera invasión se dispararon las anécdotas y elucubraciones, desde las más increíbles, hasta las místicas y «científicas». Entre los hechos más curiosos estuvo el del hombre que, acostado bocarriba, fue a bostezar sin taparse la boca, y una ranita se le pegó en la garganta. Fue tanto el susto que el animal terminó disparado contra el techo y rebotó muerto sobre el piso. Algo parecido le ocurrió a alguien que comía, y uno de aquellos animales le cayó en la cuchara, a punto de llevarse los alimentos a la boca. No pocas terminaron petrificadas en los congeladores de los aparatos de frío, donde se colaron sin que se percataran los dueños.
Las conjeturas no eran menos singulares. Se afirmaba que estas ranitas caían de las nubes. Algunos decían haber visto cómo se precipitaban a montones desde el cielo y se dispersaban en todas direcciones... Otros que venían de la tierra, que habían visto cómo brotaban como manantiales por los orificios bajo los pies.
En un espacio de pocos kilómetros, entre la loma de la Niña Bonita y las Dos Hermanas, donde conviven numerosas religiones, no pocos echaron manos a la Biblia. Entonces descubrieron, no sin temor, que las ranas son las segundas entre las diez plagas con las que Dios castigó a Egipto, según el Antiguo Testamento, para que el Faraón dejara partir libres a los hebreos. La preocupación creció cuando leyeron que entre las plagas también se mencionan las tormentas, además de moscas, piojos, la peste sobre el ganado, granizo, fuego, langostas, tinieblas, oscuridad y la muerte de los primogénitos.
Solo que en el lugar, muerto no había ninguno. Y si de comparaciones se trataba, lo único posible era que la de El Güirito fuera una versión muy criolla de las plagas bíblicas, aunque en el batey y los alrededores se daban «señales» confusas.
Los murciélagos, siempre meteóricos y esquivos, estaban metiéndose como domesticados dentro de las casas, de donde casi no querían salir. Un vecino contó que del único racimo de guineos maduros sobreviviente de Matthew, esos «vampiros» le habían dejado como trofeo los restos del pinzote, porque se lo habían devorado completo en una noche.
El río Mata, que desemboca en la bahía del mismo nombre, por donde salió de Cuba el ojo del ciclón, reculaba desde la noche aciaga del 4 de octubre, y en vez de sangre, como el Nilo bíblico, acumulaba un agua negruzca y pestilente que invadía la Ciénaga de Zamora. También las abejas se manifestaban extrañas y algunos enjambres, como los de murciélagos, intentaban adueñarse de los espacios sobrevivientes en las casas.
Un avezado del batey, intentando evitar que cundiera el pánico, contó a un científico los insólitos sucesos. Desde la Unidad de Servicios Ambientales Alejandro de Humboldt, de la Delegación Territorial del Citma en Guantánamo, el subdirector de la institución y máster Gerardo Begué-Quiala aclaró que las explicaciones no había que buscarlas en el más allá, sino en el más acá... Que después de un huracán de la intensidad de Matthew, son muchos los desajustes ambientales que quedan, y aunque debía estudiarse a fondo este «asalto anfibio», para tener todos los elementos científicos y observacionales en mano, lo más importante es alumbrar el camino para eclipsar lo que puede ser cualquier fábula o misterio inefable.
Al decir del estudioso, esta salida masiva debía estar vinculada con la rana platanera o tal vez juveniles de sapos que en esa fase de desarrollo son muy bonitos, y en el estadio de larvas o renacuajos dependen absolutamente del agua y son numerosos. Las puestas de huevos de estos animales varían desde los 2 000 hasta los 17 000. Si todos eclosionan y se convierten en larvas, y estas a su vez en juveniles, hay animales para contar, fundamentó.
Apuntilló que es normal que luego de fenómenos extremos en la naturaleza, muchas especies, especialmente de la fauna, muestren comportamientos no habituales y en ocasiones raros, todo esto asociado a un grupo de impactos eventuales que las poblaciones en su resiliencia intrínseca manifiestan.
Pero en El Güirito montañez estas disquisiciones teóricas son difíciles de asimilar. Muchos no se tranquilizaron hasta que un líder religioso apuntaló que Dios no estaba tan absorto como para castigar dos veces a un pueblo tan humilde y noble.