RÍO DE JANEIRO.— Ya se ha hecho habitual que cada edición olímpica tenga su melodrama, esas historias que a veces por asombrosas, otras, que por absurdas, se tornan increíbles. Todas, pasto para los reporteros, quienes más allá de reflejar cuanto acontece en los escenarios deportivos, hacen su agosto con historias que terminan casi siempre en verdaderos escándalos.
Tan cerca como hace 12 años —nada cuando se puede decir que hace tres ediciones— los griegos Costas Kenteris y Katerina Thanu protagonizaron una sonada «movida» poco antes de comenzar la cita estival de Atenas.
Sobre ambos velocistas descansaban las grandes esperanzas de los anfitriones para la conquista de preseas, pero todas se diluyeron cuando evadieron un control antidopaje sorpresa, y luego argumentaron que habían sufrido un accidente en moto cuando regresaban a la Villa de los atletas.
El hecho levantó sospechas y polémica por doquier, y ante todas las hipótesis posibles, el Comité Olímpico Internacional (COI) cortó por lo sano y vetó la participación de los dos atletas.
Recuerdo aquel hecho ahora, porque en estos días se ha hablado —y mucho— del fingido asalto a los nadadores estadounidenses, que sin dudas se ha convertido en el culebrón de estos juegos. Tan rápido como se alcanza a un cojo fue develado el misterio por la policía local, y comenzó la polémica en torno a los tritones norteños Gunnar Bentz, Jack Conger, James Feigen y el más mediático Ryan Lochte, ganador de seis oros a este nivel.
La novela comenzó a rodarse cuando Lochte dijo que junto a sus tres compañeros había sido víctima de un asalto, en el que «le pusieron una pistola en la cabeza».
Apenas dos días después quedó demostrado que todo había sido un teatro para tapar el altercado protagonizado en una gasolinera, donde visiblemente ebrios, causaron daños materiales y agredieron a los guardias de seguridad.
Interrogatorios, retenciones en el aeropuerto y hasta acusaciones legales fueron los siguientes capítulos, al punto que Feigen tuvo que pagar una multa de cerca 11 mil dólares para poder abandonar el país. Y ni las disculpas del Comité Olímpico estadounidense han frenado el interés por el desaguisado.
Pero los desenfrenos de Lochte y compañía no han sido los únicos. Algún revuelo armó en su momento, por tratarse de una deportista local con opciones de medalla, la «maratónica» sesión de sexo —así la calificaron los medios— de la clavadista Ingrid de Oliveira horas antes de quedar, junto a su compañera Giovanna Pedrosa, en la última posición en las eliminatorias de plataforma sincronizada a 10 metros.
Otros que cruzaron los límites fueron los nadadores australianos Emma McKeon y Josh Palmer, quienes celebraron más de la cuenta en las playas de Copacabana, pernoctaron sin permiso de la delegación de su país fuera de la Villa, y recibieron la sanción correspondiente: no irán a la ceremonia de clausura y en lo que queda de Juegos no podrán salir del recinto de los atletas en la noche.
Y como si fuese poco, ya acapara titulares el encarcelamiento de Patrick Hickey, presidente del Comité Olímpico irlandés, por estar vinculado a una red que vendía ilegalmente entradas a las sedes olímpicas. ¿Será que que las emociones de estos juegos hacen perder la cabeza?