El gueto, tapiado por los cuatro costados, con el que intentó dibujarse a Cuba por la derecha mundial, se viene abajo. Se descorre la particular «cortina de hierro» que, como aquella de los modelos del llamado «socialismo real», pretendieron encajarle también a la Isla y su proyecto político.
La idea me la sugerían el disfrute de las electrónicas interpretaciones de Diplo y Major Lazer en su concierto en la Tribuna Antiimperialista de La Habana, y esa acariciante vista de desenfado y tranquilo desenfreno de los más de 400 000 fans, principalmente adolescentes.
La del pasado 6 de marzo fue una tarde para saborear que, pese a la aun escasa conexión a Internet y otras deficientes conexiones, este archipiélago está cada vez más acoplado a la «aldea global», que en oportunidades nos pareció tan distante, con sus ventajas y también sus desafíos.
El déficit en la promoción nacional de esa vertiente de la música no fue un obstáculo para que la martianísima vocación universal del cubano lo supliera de alguna manera. Se exaltaba con el concierto la condición de puente y cruce de culturas que tanto se le señala a esta Isla, cada vez menos aislada —lo cual no tendría por qué significar asimilada—, no importa las ansias y los cercos que se le pretendieran imponer.
Pese a toda manipulación no puede ignorarse que Cuba y su modelo de socialismo siempre estuvieron abiertos a los cuatro vientos, más allá de condicionamientos históricos y decisiones o visiones ortodoxas que nunca faltaron, incluso en los temas culturales.
El solo hecho de que cientos de profesionales cubanos de diversos ámbitos, incluyendo de la cultura, y especialmente de la medicina, estén repartidos por los cuatro empobrecidos costados del planeta, repartiendo solidaridad, sensibilidad y humanismo, así como que otros miles de jóvenes se formen en su territorio, desmiente la tesis de una sociedad comunista carcelaria, que evita a toda costa el contacto con el resto del mundo.
Agréguese a lo anterior que, con independencia de etapas en que se impusieron prejuicios o mentalidades estrechas, Cuba mantuvo un enorme contacto e intercambio con la cultura occidental, incluyendo la de Estados Unidos, así como con la de cualquier otra geografía, pese a la existencia del bloqueo económico, comercial y financiero sufrido por más de 50 años, y que aún se mantiene tras el establecimiento de relaciones oficiales con la nación norteamericana.
No faltan analistas del arte que critican, por ejemplo, la enorme presencia del cine norteamericano en las pantallas televisivas nacionales, u otras influencias desmedidas foráneas, en detrimento de un mejor balance.
El intento de esquinar al país, de presentarlo vacío, triste y lúgubre se va quedando sin sustento. Las pruebas están a la vista en ese John Lennon que ahora reposa sentadito y tranquilo en un parque de La Habana, en el creciente desfile de luminarias de la cultura mundial por la Isla —entre estas la fotogénica Rihanna— y en el concierto de los próximos días de los Rolling Stones en la Ciudad Deportiva capitalina.
En el ámbito migratorio, uno de los más manipulados para fundamentar la existencia de muros, el 14 de enero de 2013, la política de la Revolución se despojó de un estigma para mirar al futuro, como ya dije en este espacio.
La actualización de las disposiciones migratorias de esa fecha hicieron que avanzáramos hacia la despolitización del tema, o hacia su más consecuente dimensión política: la humana; permitiendo a los ciudadanos decidir, sin obsoletas trabas burocráticas, sus movimientos hacia otros países.
Los efectos de aquellos cambios en la política migratoria son muy evidentes, como resaltó una declaración del Gobierno Revolucionario dada a conocer en diciembre del pasado año, en medio de la situación migratoria en la frontera con Costa Rica. En esta se indicó que en los últimos tres años casi medio millón de cubanos habían viajado a otros países por asuntos particulares, lo que representaba un crecimiento del 81 por ciento en relación con el período 2010-2012. Los principales destinos, según se hizo público, fueron los Estados Unidos, México, Panamá, España y Ecuador. Estos viajes habían sido, en su mayoría, salidas temporales para visitar a familiares, trabajar por un período o realizar otras actividades.
Y aunque en esa declaración se anunciaron medidas para contrarrestar el robo de fuerza calificada del sector médico, que bajo ningún concepto impedirán la libertad de viajar, esa cifra de salidas al exterior es verdaderamente reveladora.
Estas disquisiciones me llevan a volver sobre un ejercicio académico de hace algunos años que relaté en esta columna. En el mismo se situaba a la raza humana al borde de la catástrofe, y los asistentes al curso debíamos escoger a quienes —a semejanza de la historia bíblica— se montarían en una réplica del Arca de Noé, para reiniciar todo desde cero. Reinventar el camino de la civilización desde una isla salvada en la inmensa soledad universal.
En el intento por dibujar el paraíso humano tantas veces soñado, y tan poco alcanzado, fuimos descubriendo una certeza: si algo ardería para siempre en nuestro improvisado Armagedón serían los extremismos y la intolerancia, peludas orejas que asomaron en casi todo ideal emancipatorio.
Porque, como también dije entonces, a estas alturas ¿quién dudaría en Cuba que al «extraño» John lo montaríamos en nuestra barca?