«Usted viene con una alegría… con un espíritu cederista…» me dijo uno de los que en Juventud Rebelde me acompañan día a día. Y yo sonreí incrédula, asombrada, pensando y tratando de atar cabos para entender la sospechosa alusión de mi provocador sobre la relación de mi contentura con los Comités de Defensa de la Revolución (CDR).
Medio despistada, pero alerta en mi manía de recordar las fechas, hice un rápido cálculo y caí en cuenta de su intencionada estocada. Entonces intenté (solo intenté) poner freno al embullo infantil de ese genio que aún me miraba expectante. «¡No!», fue mi primera reacción, la de siempre que me sugieren escribir sobre un tema que viene bien con la celebración más cercana. Porque eso de dejarnos forzar por el calendario nunca es muy elegante.
Pero luego me quedé pensando… Y olvidé que esa sugerencia podía sonar a tarea. Porque siempre vale la pena escribir de algo que nos ha tocado a todas y todos en algún momento de nuestras vidas, tal y como lo ha hecho el sello que llevan nuestros barrios, un sello cederista ante el que no podemos cerrar los ojos. Por mucho que pujen otras modas que pretendan deslucir la tradición. Por mucho que a la tradición no se le pueda olvidar la necesidad de ponerse de moda en cada tiempo.
Mi vida en otra ciudad me ha alejado mucho de mi cuadra, ese pedacito que al final es la esencia pura de los comités que tanto avivaron y encauzaron el sentimiento revolucionario desbordado de los años 60. A veces, en medio de las urgencias cotidianas, solo me llegan de lejos las campañas y los lemas, las distinciones y las banderas, los aniversarios y las metas cumplidas.
Y no es que tenga algo en contra de estos rituales: cada dinámica, además de tradicional, se hace casi necesaria. Pero la juventud se deja conquistar por lo móvil, lo activo, lo informal, lo vivo, lo que desde nuestros primeros años nos agarró de la mano y sacudió muchas de nuestras noches de estreno en el ambiente fuera del hogar. Y esa cercanía íntima es la que padezco por falta.
Porque, ¿para qué son los barrios si no para enseñarnos a sentir el piso más delicadamente áspero y nuestro? ¿Para qué, sino para alfabetizarnos en querer al de la casa más cercana, para mostrarnos cómo compartir el regalo más reciente, para inculcarnos la magia de olvidar prejuicios y salir andando con la vasija en la mano en busca de cualquier apoyo amigo que nos ayude a completar ese caldo milagroso o nos complete la colada de café?
No hay imagen más mía que el recuerdo de la caldosa colectiva en la niñez, que las guardias pioneriles convertidas en honrosa misión de la «pandilla» de la cuadra, que los disfraces de mi abuela o de cualquier vecina ocurrente que se decidía a correr con la parte cultural de nuestra actividad del 28 de septiembre, o del 31 de diciembre, o de cualquier día en el que decidiéramos armar la fiesta.
Por eso no son obligación estas líneas. Como muchas de las personas que comparten el día a día conmigo, estoy siempre en deuda con la nostalgia. Y lejos de aquellos días felices que extraño, andan estos igual de atrayentes y apasionantes. Estos en los que vale el recuerdo de lo que nos movía y el deseo desvelante porque nos siga activando, porque la eternidad que proclama el lema de estos 55 años de Comités de Defensa de la Revolución no se traduzca en permanencia obligatoria, sino en una eternidad conseguida a golpe de vida.
Dijo Benito Quinquela, el pintor argentino de los puertos: «Y cada vez que partí llevé conmigo la imagen de mi barrio, que fui mostrando y dejando en las ciudades del mundo. Fue así como un viajero que viajaba con su barrio a cuestas. O como esos árboles trasplantados que solo dan fruto si llevan adheridas a sus raíces la tierra en que nacieron y crecieron».
Es ese el sentimiento que mueve estas líneas. El de evocar el barrio que cada quien se echa en las espaldas para que no se nos olvide adónde llegar. Ese barrio cubano que no cumple 55 años, pero que mucho debe a este cumpleaños.