El celular, ese aparatico tan simpático, ¿es para comunicarse o para divulgar nuestra intimidad? Desde su nacimiento el artilugio no deja de provocar los criterios más diversos; al tiempo que los políticos lo ponen en la mira y diseñan campañas de proselitismo basadas en el móvil, los estrategas del marketing envían hacia él ofertas, carteles, noticias y todo lo que pueda atraer a los clientes.
Hasta los estudiosos de la comunicación dedican tratados sobre la manera en que el telefonito cambia los hábitos y conductas de las personas. Muchas veces tales investigaciones se dirigen a señalar que los humanos tienden a convertirse en seres más introvertidos y a tornarse en una especie de Robinson Crusoe, aislados de la realidad más inmediata y conectados en exclusiva con las personas al alcance del aparatico.
Quizá no les falte razón; pero al examinar ciertos sucesos, a cualquiera le asalta una pregunta, que es, en definitiva, una de las paradojas del celular: si esto fuera así, si nos convertimos en menos expresivos, más parcos, en medio robots, ¿por qué al andar por una calle de Cuba uno puede conocer las villas y castillas, antecedentes penales, augurios y dolencias de un conciudadano que habla por el celular?
Un primer ejemplo lo podemos presentar con lo vivido por una familia que celebraba la feliz discusión de una tesis de su hijo. El lugar parecía apacible, cuando se escuchó la estridencia de un celular. A tres mesas de distancia, un señor con vientre de unos 50 centímetros de ancho, sacó el móvil del bolsillo.
«¡Dime, papi...! —gritó con voz ronca—. ¿Cómo anda la cosa? Aquí, compartiendo unas cervecitas con la familia. Sí..., no te preocupes, yo me encargo del negocio ese... Claro, caballo, no hay tema. Yo hago los movimientos... Sin tema, tú verás que todo sale bien… Sí, los papeles son míos... Oká, chao, te quiero, papi».
Lo llamativo del caso es que, después de guardar el teléfono, el «comerciante» pasó toda la velada en un murmullo. Algunos testigos involuntarios de la negociación, se preguntaban: ¿Y ese era el gritón de ahorita? Este ejemplo tiene su extensión a otros, como el de reuniones o encuentros de trabajo, donde suena el artefacto, el dueño lo saca y empieza a emitir indicaciones a voz batiente. Si estuviera a su lado, con solo oírlo un auditor ya tendría el trabajo adelantado.
Sin embargo, es posible que uno de los lugares más usados para «el hazme pública tu vida» sean nuestros ómnibus Yutongs, en sus viajes interprovinciales, sobre todo cuando se encuentran a la mitad del itinerario, la noche cae, el Conejito de Aguada se convirtió en pasado y varios pasajeros dormitan con ánimo de matar el tiempo.
Es, entonces, cuando se oye algo así como Adele cantando Set fire to the rain en clave de discoteca y una mujer grita: «¡Dime, mija!... ¡Noooo, todavía falta! Voy por el 259… Sí, vi a fulanito, hice todos los trámites, conseguí una pila de cosas, te llevo las blusas y los calzoncillos que me encargaste. ¿Tenis? No, mi china, no tenía: se le acabaron... Ay, pero si tú ves lo que te llevo...».
En ese minuto, varias cabezas adormiladas se incorporan. Miran a los lados en busca de ubicación, y la conversación toma otro rumbo. «Oye —inquiere la gritona—, ¿me resolviste el metocarbamol? ¿No lo trajeron a la farmacia? Eh, pero qué fresca es ella, ¿qué se ha creído? Deja que la coja, tú verás: me va a oír. Que no se haga, que yo sí le sé...». «Dale duro», dice una voz en la cabina. La mujer sigue vociferando. «La galleta, la galleta», clama otro.
La gritona se remueve en el asiento. «Oigan, dejen la gracia, que no estoy pa’ustedes —grita y vuelve al celular. No es contigo, es la gente en la guagua, que son unos maleducados y unos metidos en conversación ajena... Bueno, chao, acuérdate de la farmacia...». «Dile que consiga una viagra», gritan al final del pasillo, y la «pregonera» masculla un «pesa’o» antes de guardar el teléfono.
El silencio vuelve y uno se pregunta si junto con el celular, se debiera vender un manual de urbanidad. Un breviario de cómo bajarle el tono al timbre, de hablar con medida para así respetar nuestras vidas. Unos consejos para ser ciudadanos y no entes irracionales. Porque, al final de cuentas, ¿será muy difícil ser cortés?