Probar. Sentirse «bien». Atreverse a lo impensable. Ser como otros. Olvidar. Burlar las reglas…
Estas motivaciones se acomodan en una lista que es común en no pocos adolescentes y jóvenes, y no faltaron en la conversación que tuve con nueve muchachos de entre 15 y 19 años hace unos días. ¿Por qué no prueban otras cosas? ¿Por qué no dejan de provocar a la muerte?, les pregunté, y les pareció «exagerado» sacar a colación a la anciana de la guadaña. «No es para tanto, periodista… Se prueba y un día cualquiera ya no se hace más». ¿Están seguros de ello?, les interpelé, y reinó el silencio.
Si tan fácil fuera no sucumbir a la dependencia del cigarro, del alcohol y de otras drogas, no se registraran estadísticas tan elevadas en los centros de higiene mental y en las consultas de rehabilitación en el mundo, no fueran estos de los negocios más lucrativos y no se perdieran tantas vidas en el camino de la rebeldía, la inmadurez y las adicciones.
¿Cómo pudo ser posible entonces que aquella muchacha de 14 años que bien ellos conocen permaneciera semanas en terapia intensiva al borde de la expiración? Si tan solo se tomó unas pastillitas con un poco de cerveza…
¿De qué manera explicamos que un joven de 24 años, a quien la vida me puso delante un día, no ha podido acostumbrarse a un estado de sobriedad prolongado en el que esté ausente su deseo desmedido por agarrar una botella?
¿Qué lógica tiene, si tan fácil es probar y dejar, que tantas personas se despojen de su dinero y pertenencias sin pensarlo dos veces con tal de obtener aquello de lo que ya no pueden prescindir, a expensas de desarrollar cuadros severos de esquizofrenia y otros trastornos mentales?
¿Fueran tan frecuentes en los últimos años las trombosis y hemorragias, las infecciones en la piel, la gangrena, la pérdida de dedos, piernas y brazos y las ulceraciones de venas en quienes, en menos de 365 días, decidieron aventurarse con sustancias fatales?
No se destinaran en el mundo miles de dólares para el narcotráfico, no pusieran en riesgo su vida centenares de personas que acarrean, como mulas, cápsulas y bolsas con estupefacientes en el interior de su organismo. Pudieran descansar más los guardafronteras y los trabajadores de la Aduana en puertos y aeropuertos, pues algunos viajeros no intentarían burlar las leyes para introducir drogas ilegales. El mundo fuera otro…
Sin embargo, en el que tenemos y vivimos, las familias sufren cuando sus miembros más jóvenes se ponen a prueba un día, y luego caen en el ciclo destructivo de las adicciones. No saben cómo ayudar, qué hacer, cómo evitar que se les «pierdan»…
¿Será, entonces, que no hay por qué preocuparse? ¿Acaso no es para tanto? Adolescentes y jóvenes deberían conocer las historias de los amigos que, por poco, no podrían hacerles el cuento… Deberían preguntar y tener a la mano más información sobre el tema, visitar los centros y clínicas destinadas a la atención y tratamiento de los pacientes adictos, y compartir sus inquietudes con la familia, profesores y especialistas.
Probar que pueden ser fuertes, que pueden decir no ante una «tentación»… Sentirse bien con la decisión tomada y atreverse a lo impensable, sí, a lo que muchos creerían que a esas edades no les interesa: Cuidar su vida y la de las personas que les quieren.