«Hay ron». El cartel, bien pintoresco, salta a la vista, y uno mira hacia el interior de la maltrecha bodega con la esperanza de que otro anuncio le haga más honores. Pero ni siquiera hallamos un pequeño papel que reivindique, digamos, al arroz liberado (no importa que se encharque al cocinar), o al detergente líquido, a veces liquidísimo... «Hay ron». Y es, en apariencia, lo único que vale.
En situaciones similares, resulta muy natural que la memoria, asaltada por la nostalgia, nos traiga de vuelta los recuerdos de aquellos tiempos de gloria, de los cuales se extraña hasta la dañina manteca que rendía como un aguacero de mayo y lucía más blanca que las nubes...
Lucen desoladas esas familiares bodegas aún tan necesarias, con sus pomos de muestra en los estantes, incapaces de hacerle competencia a la invitación a consumir alcohol sin marca, barato y a granel. Pero eso ni siquiera importa, porque en nuestros barrios siempre encontrará un experto «catador».
Tengo la sensación de que de esos últimos hay muchos más de los que quisiéramos. Los observo en casi todas las esquinas por las que transito. No hace falta que en sus bolsillos asome el envase para descubrirlos. Tampoco que «pierdan» la vergüenza y se tumben cual indigentes en cualquier lugar, con olor a averiada destilería, ya vencidos por esa acumulación etílica en sangre, debido a la cual una gota puede llevarlos a que rebasen los límites más inimaginables.
Los delata el color cetrino, amarillento o verdoso que enseguida se apodera de una piel tan necesitada de hidratación como el más áspero de los desiertos. Los delata su comportamiento errático, los ojos inyectados en sangre y salidos de las órbitas porque no logran controlar la necesidad de satisfacer sus alarmantes hábitos de consumo.
A esa altura en que ya se está enfermo, en que el alcoholismo se ha convertido en una adicción crónica que incluso puede ser fatal, lo peor es que se pueden contar quienes están conscientes de que son víctimas de un padecimiento que representa no solo un perjuicio grave para la salud, sino que también afecta seriamente la conducta social y la vida familiar.
Se trata de un tipo de dependencia que no entiende de edad ni de sexo, que no respeta si se es profesional o no, si se pertenece a un determinado grupo étnico o clase social. Quien la padece, primero cree que lo tiene todo bajo control, y después, cuando la situación se le escapa de las manos, no consigue reconocer que debe enfrentar un complejo problema.
Y todavía entonces sobrarán las excusas para beber, hasta que se empiece a ocultar el alcohol, a buscarlo desesperadamente en cuanto asoma la mañana... Es cuando quien ya es presa del alcoholismo se muestra cada vez más agresivo y descuida el trabajo, la familia, la apariencia física... Es cuando aparecen la cirrosis hepática, la pérdida de la memoria, los daños cardiovasculares, los trastornos neurológicos, pancreáticos, de la coagulación, la hipertensión arterial, las lesiones cerebrales irreversibles, la disfunción sexual...
Las consecuencias son mortales, como las del tabaco, que según los expertos puede cobrar, hasta el año 2050, una cantidad de muertes superior a la que nos dejaran las guerras del siglo XX, en caso de que las medidas previstas por la Organización Mundial de la Salud no surtan el efecto esperado.
Sí, hay ron en la bodega de la esquina y un cartel que lo informa con bombos y platillos. Algunos pensarán que está bien, pues si fuera tan dañino, ¿por qué se produce en grandes cantidades y se comercializa por doquier? En cambio, otros en el mundo siguen exigiendo que se pongan límites responsables y razonables a la venta, distribución, publicidad, promoción y consumo de un producto que, amén de su legalidad, aniquila a millones de personas en el planeta.
En cualquier caso, la solución no estará nunca en prohibir. Habrá que dar argumentos, ofrecer toda la información científica disponible sobre los efectos nocivos de estas drogas e intentar convencer, aunque al final nos toque a cada uno de nosotros decidir qué vamos a hacer con nuestras propias vidas.