Con más de 30 años de experiencia en la Cardiología Intervencionista, en el propio Laboratorio de Hemodinámica del Centro de Investigaciones Médico Quirúrgicas (Cimeq), donde a diario asumo procedimientos tan delicados como coronariografías y angioplastias coronarias con colocación de stents, aquel paciente singular tensó mis rutinas profesionales hace unas cuantas semanas, para convertirse en un antes y un después en mi carrera médica.
Ya nada me quedaba por ver cuando al sujeto, luego de experimentar manifestaciones torácicas dolorosas atípicas, se le hizo una prueba ergométrica provocadora de isquemia miocárdica, y dio positiva. ¿Qué te sucede, Obregón?, me decía entre tenso y asombrado. Nunca antes la decisión de hacer un estudio coronariográfico, con los riesgos que siempre implica, aceleró tanto mi ritmo cardíaco…
Estaba en un dilema profesional. Y rápidamente viajé en retrospectiva. Recordé la primera vez que tomé un trócar (aguja gruesa) para introducirlo en la arteria de un paciente, el abc de la Hemodinámica. Y afloró también aquella distante mañana, ya perdida en las brumas del tiempo, cuando me estrené en esas expediciones impredecibles de las coronariografías.
Ante aquel paciente tan especial, ¿me servirían tantas experiencias, habilidades y cursos impartidos? Pensé en las complicaciones potenciales que pueden tener esos procedimientos, incluida la muerte, aun con el dominio y la profesionalidad de los galenos operadores. Porque todo puede fracasar, incluso con los más avezados, ya sea por la calidad del material gastable con que se trabaja o por impredecibles reacciones en el enfermo: alergia al contraste, shock, coagulación sistémica con trombosis de todos los vasos coronarios…
Aquel urgido era yo. La vida trastocaba mis roles para ponerme en la situación de los miles de pacientes que habían pasado por mis manos. De inmediato, se dispararon las interrogantes: ¿Qué operador me haría el procedimiento, y cuál sería el grupo de trabajo? ¿En qué laboratorio de Hemodinámica y con cuáles materiales gastables?
En cuanto se extendió la noticia, los directivos del hospital vinieron a mí y me brindaron su apoyo. Conocedores de que, por mi experiencia en la cardiología intervencionista, cualquier colega que yo invocara, tanto nacional como extranjero, estaría dispuesto a asumir el cometido, me preguntaron cuál era mi decisión sobre el operador principal para el procedimiento.
Mi respuesta fue que no habría «importaciones». Sería el propio equipo de cardiología intervencionista que dirijo y al cual formé. Serían mis discípulos directos, con los que trabajo a diario y con quienes comparto victorias y fracasos. Convencido de sus habilidades y conocimientos, y más que todo, de su responsabilidad y valores humanos, quería demostrarles mi confianza suprema, aunque intuía que para ellos sería muy difícil intervenir a su compañero, profesor y amigo.
La intervención se inició al día siguiente, a las 7:00 a.m. Por primera vez en más de 30 años, me vi acostado debajo de un equipo de angiografía. Como es tradicional, el paciente objeto del procedimiento está todo el tiempo consciente. Lo ve y lo oye todo, y colabora con el equipo interventor.
Confieso que me encontraba muy seguro y optimista. La presión arterial controlada, la frecuencia cardíaca nunca se acercó a cien latidos por minuto. No se presentaron arritmias ventriculares ni auriculares. Mi autocontrol era la genuina demostración de confianza hacia mis alumnos.
Los médicos principales, los doctores Ronald Aroche y Lázaro Aldama, al igual que el anestesiólogo, doctor Antonio Arazoza, y el grupo de enfermeros y técnicos de Hemodinámica, mostraban mi mismo aplomo, aunque, ante tanta responsabilidad delegada, la procesión fuera por dentro. Y el equipo de Cardiocirugía se mantenía en estado de alerta, por si se complicaban las cosas.
Y durante las dos horas de intervención, yo participaba desde mi camilla como uno más del grupo de trabajo en las opiniones diagnósticas y las decisiones terapéuticas. Ni en esos momentos tan difíciles uno deja de ser lo que es.
Felizmente, la coronariografía y el intervencionismo coronario percutáneo, mediante el cual me colocaron endoprótesis coronarias (stents), culminaron exitosamente. Y si tuviera que enfrentarme de nuevo a la disyuntiva del quién, el cómo, el dónde y el con qué, me entregaría de nuevo al equipo que formé y dirijo.
Esta experiencia singular marcará para siempre mi vida. Los galenos experimentados debemos ser consecuentes con el magisterio que hemos ejercido. Viajar en el destino del paciente nos hace ver con más transparencia que todos tenemos una oportunidad en esta vida, y hay que favorecérsela generosamente: a quien espera en la camilla por sobrepasar el peligro y volver a los suyos, y a quien, imbuido de tu cátedra, te sigue los pasos y casi te pisa los talones. Ello me reafirma, una vez más, que la Medicina es una disciplina humanista, transida de esperanzas por encima de riesgos y complejidades.
Es inevitable que, como cualquier paciente lo ha hecho conmigo, hoy humildemente agradezca con mi corazón renovado a mi grupo de trabajo del cardiocentro y a la dirección del hospital, que siempre me apoyó. A mi esposa que, por solicitud mía, estuvo a mi lado durante la intervención. A ella y a toda mi familia, que siempre han permanecido a mi lado, en este y otros momentos difíciles de la vida.
* Doctor en Ciencias Médicas y Profesor Titular