A los humanos nos ocurre con frecuencia lo que al ciervo que se miraba en una hermosa y cristalina fuente, en la fábula del escritor Félix María Samaniego: se admiraba de los enramados cuernos de su frente, pero «al cielo daba quejas tiernas, al ver sus delgadas largas piernas».
La inconformidad del animal terminaría muy pronto. Perseguido por un fiero lebrel, solo la agilidad y precisión de sus patas lo salvarían de que su admirable tarramenta se enredara en los arbustos.
A veces nos deslumbramos y elegimos lo aparente, como alecciona el cuento, en un narcisismo superficial que nos devora. Olvidamos que las fronteras entre lo auténtico y lo formal se confunden amenazadoramente, lo cual provoca que sustancias muy relevantes terminen por parecernos tristes caricaturas.
No escapamos al síndrome de las apariencias, ni en esta Cuba donde la Revolución levantó un sistema institucional cuya legitimidad solo podría poner en duda un fariseo, como aquellos hipócritas de los tiempos de Jesús.
Recordemos, por ejemplo, aquellas visitas «sorpresivas» de control o de inspección que, curiosamente, se avisaban por adelantado, y en las que no faltaron hasta carteles de recibimiento.
Hay quienes sufren aun por los maratones de última hora, por quedar bien a toda costa, que dejan, junto a las marcas de pintura en el cuerpo y la ropa de los visitantes, otras chapucerías y secuelas más lamentables.
Hasta nos hemos inventado nuestro «vernáculo» institucional. Lamentable dramatización o puesta en escena —con elenco escogido y por adelantado—, de lo que siempre convendría que tuviese la impronta de lo honesto y lo espontáneo.
Todo ello cuando deberíamos cuidarnos especialmente de que las formas no deriven en formalismos. La formalización sería para nosotros como ese «catarro de los cien días» ahora de moda, y este último se coló ya por abundantes hendijas de nuestra realidad.
Esa es la razón, entre otras relevantes, por la que resultan alentadores los recientes anuncios del X Pleno del Comité Central del Partido, en los cuales tal vez no pusimos ojo suficiente, pese al impacto que tendrán en la actualización en marcha.
Llama la atención que entre las prioridades —junto al proceso que conducirá al VII Congreso del Partido—, está el perfeccionamiento de la División Político-Administrativa del país, la generalización del nuevo modelo de funcionamiento de los Órganos Locales del Poder Popular que se experimenta en las provincias de Artemisa y Mayabeque, así como el proceso eleccionario.
El perfeccionamiento de la nueva División Político-Administrativa, se especificó, tendrá como objetivo fortalecer el papel del municipio como elemento principal en el sistema de dirección territorial del país, para que disponga —lo subrayo con comillas— de la «autonomía necesaria, sustentada en una sólida base económica».
A su vez, el proceso de generalización del nuevo modelo de funcionamiento de los Órganos Locales del Poder Popular se desarrollará simultáneamente con los estudios e implantación de la nueva División Político-Administrativa.
Con relación al proceso eleccionario se prevé que incluya las elecciones parciales de abril, la puesta en vigor de una nueva Ley Electoral y la posterior realización de las elecciones generales.
Todos estos anuncios son como lluvia de primavera cuando el país está a las puertas de nuevas elecciones parciales, en un contexto en que el sistema del Poder Popular en su base se ha resentido, y en numerosos espacios formalizado a consecuencia de la insensibilidad burocrática, y por el énfasis que se dio al papel del delegado como simple tramitador o polea de transmisión, sin atender a otras dimensiones más decisivas de sus responsabilidades.
Ya he sostenido en este espacio que no debíamos conformarnos con esa visión lastimera, de pena o aflicción, con la que a veces solemos caracterizar a los delegados de circunscripción u otros liderazgos electos en la base, y menos con la de quienes comulgan con la de un ciudadano inerme allá abajo, en los «fondos de la República».
En la medida en que los municipios alcancen la autonomía que proyecta el Partido, sería menos justificado que los delegados que elijamos queden arrinconados al concepto de un simple corrector de baches, o al de un lleva-y-trae de buenos y malos augurios. Lo anterior sería una profanación a la función que le consigna el artículo 114 de la Constitución de la República.
Como defendí en esta columna, su mandato es el de representar a sus electores, y esto se hace en la Asamblea Municipal. El verdadero poder del delegado individualmente, y el de todos unidos, radica en que sepan ejercer, con toda la fuerza que les concede la ley, esa representatividad que emana del poder primario que les concedió el pueblo al elegirlos. Ellos rinden cuenta a sus electores, pero el resto de los gobernantes locales y las instituciones están obligados, constitucionalmente, a rendir cuenta a la asamblea que ellos conforman.
El mayor empoderamiento al que todos aspiramos comienza por comprender, asumir y defender esa inmensa herramienta de poder que la Revolución ha puesto en manos del pueblo, y que está consagrada en el artículo tercero de la Constitución, y ahora en perfeccionamiento.
Dicho con la moraleja de Samaniego: no dejarnos confundir entre las flacuchas patas del ciervo, para que nada de lo primordial nos sea arrebatado por las apariencias.