Caía la tarde en el altiplano boliviano un día de enero de 2003. El paisaje se extendía en ondulaciones apenas cubiertas de pastos y diminutas hierbas. Ni una choza, ni un alma en lontananza. Todo el silencio del mundo se empozaba en aquellas soledades, propicias a melancolías y meditaciones. Y a lo lejos, llameaban de tonos rosas y naranjas las nieves del inalcanzable volcán Sajama, por la refracción de los agonizantes rayos de sol.
Una especie de remembranza incaica envolvía a la comitiva, cuando pasó a nuestro lado una llama con su elegante cadencia, sin el azoramiento característico de los animales ante los humanos y como si buscara compañía.
Al cruzarse conmigo, lo juro, me lanzó una mirada enigmática, honda como los misterios andinos. No sé por qué, aquellos ojos mansos y tristes parecían decirme algo. Pero no se detuvo el animal. Siguió su camino, con el andar de una dama distinguida, extraviándose y empequeñeciéndose a contraluz, en aquellas inmensidades…
Días después, en la ciudad de Sucre experimenté una extraña sensación cuando me sirvieron un plato de charque: carne de llama secada a sal y sol, y luego cocinada; una especie de tasajo exquisito. Recordé el majestuoso ejemplar que pasó a mi lado, mirándome fijo. ¿Habrá terminado en mi paladar la angélica criatura?
La llama fue el animal sagrado de los incas. Ella cargó en su lomo el peso de aquella civilización deslumbrante, remontando alturas. Proporcionó el abrigo con sus lanas y el alimento con sus carnes. Se entregó deleitosa al humano, incluso en las ofrendas que este hacía a sus dioses. Se dice que había unos 30 millones de llamas en Los Andes, cuando los conquistadores españoles las diezmaron sin compasión, así como lo hicieron con los aborígenes de esas tierras. Pero ella sigue sirviendo hoy al hombre, como sustento y compañía leal.
Y como si no fueran bastantes las bondades de ese altivo ejemplar de los camélidos, recientemente científicos del University College de Londres anunciaron que el original sistema de anticuerpos de la llama podría abrir nuevos caminos en la búsqueda de una vacuna efectiva contra el VIH, de manera que coronaría el ancestral sacrificio de esa especie por los seres humanos.
La llama seguirá siendo un enigma de la creación. En la cosmogonía andina, una de las constelaciones en el cielo tiene la forma del cuello y la cabeza de ese animal, y en lugar de sus ojos hay dos estrellas muy brillantes.
La mitología de esa cultura prehispánica no escapa a su encanto. La leyenda cuenta que un hijo de Manco Cápac y Mama Ocllo, los fundadores del Imperio Inca, se enamoró de una de sus hermanas. El emperador prohibió el matrimonio, y los jóvenes huyeron, por lo cual el padre los condenó a muerte. La madre pidió clemencia al dios Viracocha, quien se apiadó de ella, convirtiéndolos en una pareja de llamas.
Manco Cápac supo de dos extraños animales con mirada humana que vagaban por aquellas alturas y ordenó que los capturasen. Cuando los reconoció, los mandó a sacrificar. Y los espíritus de ambos emprendieron viaje por la Vía Láctea en busca de Viracocha. Cuando lleguen a su destino, recuperarán su forma humana y retornarán a gobernar el mundo, para restablecer la armonía entre los hombres.
Han pasado 12 años de mi descubrimiento de la llama en el altiplano de Bolivia, y todavía me estremece el enigma de aquella mirada triste y suplicante. Aún me pregunto adónde iría a parar aquel candoroso animal, que siguió su camino, extraviándose en la inmensidad de las yermas praderas de la soledad.