«¡Una yegua y un machete es lo que te voy a comprar!». No poco tiempo me tomó tratar de descifrar lo que me quiso decir mi padre, cuando siendo un crío me le acerqué, tal vez demasiado entusiasmado por el contacto musical de las fichas cuando le dan «agua», a pedirle un dominó.
Creo que justo en ese momento empezó a perderse mi inocencia, a partir de que me propusiera descubrir lo que había detrás de aquellas palabras que tan escandalosa risa provocó a los otros socios de juego de mi padre, que completaban ese tipo de mesas en las que siempre se honra la cubanía: «capicúa», «tríquiti», «la caja’e muerto», «blanquizal de Jaruco», «puntilla»...
«¡Una yegua y un machete!...». ¡Ah, claro! Una yegua para que me fuera «practicando» en ciertas lides, y un machete como sinónimo de trabajo, de crecimiento, de hacerme hombre.
No sé ni por qué ahora me ha dado por recordar esa historia que me hizo creer por mucho tiempo que algo en mí no se avenía con el prototipo de hijo que él había soñado. ¿Será porque Cucú, como todos llamaban al autor de mis días, hubiera cumplido 78 años el pasado 18 de noviembre? Tal vez. O quizá porque se está arrimando con insólita rapidez otro nuevo año, que al final sería otro triste año sin él, después de que —cuando menos lo esperábamos—, un segundo y fulminante infarto me dejó con el desconsuelo de no haberle dicho jamás cuánto lo quise.
Ocurrió en el 2000, a principios, cuando, como de costumbre, «pulió» la calle, heredando la manía de mi abuela la Niña, su madre, de ir y venir innumerables veces de su casa a la mía.
Acabadas las fiestas de puerco asado a lo oriental (sin ningún adobo), congrí, casabe y yuca, me tocaba ya regresar a la capital con el temor de que en algún momento le podía hacer compañía a cualquier estatua del parque menos iluminado; una preocupación adicional para mi progenitor que no lo dejaba dormir.
Y aquel atardecer, antes de que me embarcara en la fría guagua, volvió y me dio el cuarto o quinto beso de ese día, y me dejó con la promesa de que: «Este año verás que tendrás lo tuyo».
Ahora que lo pienso, debí ponerme en guardia después de tantos «besuqueos» y abrazos. No era él —hombre curtido por el trabajo desde que era un crío, ejemplo de conquistador de mujeres, el castigador de los cueros en la conga de «Los Mau Mau»— de esos que se «pierden» en esas «debilidades».
Por eso fue todavía más terrible encontrarlo con aquel gélido cristal interponiéndose entre nosotros. Y como sucede en los momentos del más profundo dolor, en que la muerte te toma desprevenido y no queda tiempo para llenarse de máscaras, pasaron por mi mente como las ráfagas de un ciclón, las tantas muestras de amor que me dejó caer mientras lo tuve cerca.
Lo vi sacando casi todo su cuerpo por la mínima ventanilla de aquella Girón, gritándome «flores» porque yo andaba en mi guanajada de paseante enfermizo, en tanto él amenazaba con pararse delante e impedir la marcha, si el chofer se atrevía a mover aquel artefacto que se dirigía a la playa, «antes de que llegue mi hijo».
O aquel orgullo que apenas podía esconder cuando enteró a medio Tunas de que quien era sangre de su sangre había sido elegido para estudiar fuera de Cuba una carrera que él no entendía mucho de qué iba, pero a él no le cabían dudas de que «su muchachón sería un hombre de bien» que, al final, fue lo que siempre más le preocupó.
Pero obviamos de ambas partes el tan necesario «te quiero». Pasa que a veces estamos todo el tiempo al lado de alguien que nos sostiene, que nos ampara, que respira si solo el aire nos alcanza y, sin embargo, no nos detenemos ni un segundo a decirles lo mucho que nos hace falta.
Es curioso, pero en temas de amores —de todo tipo—, por lo general alguna que otra duda sobre uno se abalanza. Incluso, aunque para la otra parte sus sentimientos estén tan claros, tan demostrados..., que no vale la pena, piensan, desgastarse en confesiones.
En mi caso, aprendida para siempre la lección, reúno cada día las fuerzas que entonces me faltaron para con quien junto a mi madre me propició la capacidad del asombro y me enseñó a vivir sin escasez de bondad y amor, y no desaprovecho ni un instante para asegurarles a todas esas personas tan especiales que he tenido la dicha de conocer: «¿te he dicho que te quiero?».