Mi amiga Paula tiene las manos más hermosas del mundo, aunque quiera siempre ocultarlas por los estragos de la diabetes en sus uñas. Y yo intento convencerla de que la belleza no es lo que se ve. La gracia es el prodigio que brota de todo lo que ella toca con sus hábiles dedos.
Si le recordara que las manos son la expresión viva de la utilidad de un ser humano, entonces Paula se sonrojaría, y tal vez hasta una lágrima se le escape. Por estos días está muy sensible, pero sigue ahí en sus escasos metros cuadrados, cosiendo bultos de ropas que viajan desde todos los municipios habaneros hasta el Cerro, donde ella tiene su taller de tenue luz. Allí, de tanto concentrarse en la filigrana de sus costuras, no repara ni en el calor que nos abruma.
Pero las únicas piezas que esta mujer de 75 años no ha podido acotejar son la lejanía y la ausencia. Ojalá los dolores del alma pudieran zurcirse o adaptarse, como lo hace ella con los trajes traídos de otras latitudes. Ojalá los sentimientos pudieran adecuarse, como la ropa que ella tropicaliza y personifica, sin más recursos que su antigua máquina de coser y ese don de hada madrina en telas e hilos, desde que a los 14 años tomó clases de Corte y Costura por el método María Teresa Bello, en su natal Santiago de Cuba.
Sin salir de su hogar, Paula López Domínguez ha bordado y pespunteado cariño en todo el barrio. Cada pieza que toca lleva ese detalle de ternura que no conocen las célebres marcas de costura internacional, envueltas en celofán. Zurce con destreza de orfebre. Reconstruye uniformes y arregla pijamas para enfermos con urgencia. Y a la hora de cobrar, no muestra ansiedades gananciosas, porque, como ella siempre dice, «si tuvieran dinero, se comprarían ropa nueva».
Esta costurera del alma bien merecería la Marca Estatal de Calidad por la excelencia y por la seguridad de su palabra. Donde pone sus alfileres, traza la certeza, la comodidad y la decencia del buen vestir.
Lo que más admiro de Paula es que no necesita de ese oficio para sustentarse. Sus tres hijas y nietas la proveen de lo imperioso, pero ella cree en la utilidad como el mejor surtidor para vivir dignamente. Y esa es la fuerza con que enhebra sus agujas y echa a andar su máquina de coser muy temprano en la mañana hasta casi la medianoche.
Paula cose el decoro y la dignidad. Sus padres le enseñaron que el trabajo aleja del vicio y la miseria. Y esos tesoros heredados no los pregona, sino que están incluidos en cada encargo que entrega con puntualidad asombrosa.
Como mapas que delatan nuestro viaje por la vida suelen ser las manos. Usarlas como hacen Paula y tantos humildes que engendran maravillas, es la manera más honorable de embellecerlas. Allá las que solo distinguen cicatrices y arrugas, las que dimensionan la elegancia con todo lo postizo, hasta las uñas. Se pierden la magia de Paula, el Hada Madrina de las costuras…