Tan a menudo los gobernantes de Estados Unidos envían sus tropas a países o regiones en conflicto, poniendo en peligro a los hombres y mujeres en uniforme, que el estado de ánimo de la nación repele esa política y no siente ya por igual los «honores» de ser «los salvadores» del mundo.
Los votantes estadounidenses creen que los líderes de su nación se apresuran mucho para enviar a los soldados norteamericanos a la acción, y cerca de la mitad asume en forma crítica que Estados Unidos esté siempre listo a involucrarse en los asuntos de otros.
Exactamente el 60 por ciento de la ciudadanía ve mal la presencia de sus fuerzas armadas en las guerras, según una encuesta de Rasmussen Report; mientras solo un 33 por ciento acepta o considera correcto su actual nivel de involucramiento alrededor del globo terráqueo.
El ascenso de la insatisfacción es notable, porque el anterior reporte nacional de Rasmussen sobre el tema había arrojado que el 48 por ciento consideraba demasiado la vinculación bélica del país, contra un 11 por ciento que la consideraba insuficiente.
La indagación casi coincide con el anuncio hecho el martes 27 por el presidente Barack Obama en cuanto a que mantendrán 9 800 efectivos militares en Afganistán después de 2014, cuando se suponía, según promesas del propio mandatario, que la guerra terminaría formalmente a fines de este año. Ahora, la supuesta retirada solo se hará totalmente efectiva en 2016, casi al mismo tiempo que concluya su segunda administración presidencial.
Una vez más, desde el idílico Jardín de las Rosas de la Casa Blanca se hacen proclamas nada halagüeñas, aunque en este caso signifique reducir en casi dos tercios la presencia de los 32 000 soldados actualmente en servicio en el escenario en conflicto.
«Es hora de volver la página», dijo Obama, pero parece que el folio del manual bélico se le quedó pegado entre el índice y el pulgar y hará que su guerra en Afganistán se prolongue hasta los 15 años, correspondiéndole la responsabilidad de ocho de ellos. Kabul y el aeropuerto de Bagram —donde está ubicada la mayor base de Estados Unidos en Afganistán—, serán las barracas durante los dos años que distan del nuevo horizonte prometido para el retorno a casa.
Por otra parte, ante las críticas de algunos senadores y representantes republicanos, referidas a que la fecha de la retirada está determinada más por una decisión política y que desprecia los fundamentos estratégicos, refiriéndose a que Afganistán no garantiza por sí sola su seguridad, Obama fue conciso: «Afganistán no es un lugar perfecto, y no es responsabilidad norteamericana el hacerlo».
De igual forma, Obama no consideró necesario reunirse con Karzai en su visita al país centroasiático y apenas se hablaron por teléfono cuando regresaba a Washington en el Fuerza Aérea Uno.
Para ponerle más argumentos a las prevenciones de los estadounidenses, se conocieron casi al unísono otras escaramuzas relacionadas con las guerras, que provocaron dos bajas «colaterales», estas de índole políticas: dimitieron el vocero de la Casa Blanca, Jay Carney; y el secretario del Departamento de Veteranos, Eric Shinseki.
El caso Carney puede estar relacionado con un sensible problema de seguridad nacional. Durante el viaje de Obama a Afganistán, su oficina de prensa dio a conocer la lista de los altos mandos y funcionarios estadounidenses con los cuales se reuniría e incluyó nada menos que al Jefe de la estación CIA en Afganistán. Cuando lo borraron, ya el registro circulaba, y eso es pecado mayor para las instituciones de espionaje y guerras encubiertas, sucias o no convencionales de Washington…
La otra dimisión corresponde a un que afecta y hiere en lo más profundo a los veteranos estadounidenses. Los que han dejado un pedazo vital de sus cuerpos o su salud mental en algún oscuro rincón del planeta en aras del poder imperial.
El general retirado Eric Shinseki, secretario de la Administración de Veteranos hasta el viernes 30 de mayo, recibió un abrazo de despedida y el lamento de su amigo Obama, pero esto ni siquiera cubría el escándalo derivado de una investigación periodística sobre la muerte de 40 veteranos mientras aguardaban tratamiento desde una lista de espera en el hospital militar de Phoenix, Arizona. Similares problemas estaban presentes en otros hospitales militares de distintos puntos del país y afectaban a miles de veteranos, camuflados en los registros de espera de una atención que no llega. Tampoco ha respondido la Casa Blanca a su compromiso de contestar a las solicitudes por discapacidad en menos de cuatro meses de hecha la aplicación y esto también aflige a cientos de miles.
Entonces, se justifica la aprensión de una ciudadanía que califica negativamente la presencia de las fuerzas armadas allende los mares, porque ha visto partir hacia lo imprevisible a más de dos millones y medio de norteamericanos que han servido en Afganistán e Iraq y no pocos de ellos cuando regresaron formaron filas entre estos veteranos desamparados.