Hasta las mariposas estuvieron de luto aquel día. Dejaba de perfumar con su aroma rebelde la más autóctona de las flores cubanas. Dejaba de latir un corazón que había alojado en él a un pueblo entero. Dejaba de regalarse la sonrisa diáfana de una heroína que decidió volverse recuerdo memorable.
Se marchaba, sin apenas pedir permiso, sin nadie quererlo y demasiado pronto, la niña martiana que ascendió al Turquino, la joven guerrillera del Llano y la Sierra, la «luz» femenina de la Revolución hecha bondad, la Celia nuestra. Era el undécimo día del mes de enero.
Se estremeció entonces Media Luna, pueblo costero testigo de su llegada al mundo, de su ingenio y de innumerables travesuras infantiles, como recoger hormigas bibijaguas para colocarlas a modo de escarmiento dentro del bolsillo de un varón necio.
Se estremeció Manzanillo, tierra donde supo de los primeros amores de la juventud y donde su indoblegable espíritu rebelde emergió a prueba de balas y persecuciones en la clandestinidad.
También lo hizo Pilón, aquel pedazo de horizonte donde aprendió a amar los lomeríos de la Sierra Maestra con la carabina M-1 al hombro.
Cuba toda se estremeció. No podía ser de otra manera. ¿Cómo no honrar a la pequeña que guardaba monedas durante todo un año para comprarles juguetes a los niños pobres de su pueblo que no recibían regalos el Día de los Reyes Magos?
¿Cómo olvidar los detalles que hicieron única a la jovencita cuyas manos no temblaron a la hora de cortar su hermosa cabellera para, con los 25 pesos que le ofrecía una peluquería, contribuir al Movimiento 26 de Julio?
¿O cómo no sentir desde muy dentro la pérdida de la Celia que, tras su frágil apariencia, ocultaba a la combatiente capaz de dormir a la intemperie en medio de la maleza, caminar a la par de las columnas rebeldes, resistir las penurias como sus compañeros y encargarse además de su alimentación y tratamiento médico?
Así de sencilla era la grandeza de quien en época de guerra supo llamarse Norma, Lilian, Carmen, Caridad y hasta Aly, pero al final fue siempre Celia, la de la bondad desmedida, proverbial modestia y solución siempre a mano.
«Nunca fue orgullosa; se lo digo yo», aseguró a un colega hace algún tiempo Felicia Manals, una anciana que vivió 86 años en la tierra natal de la Heroína. «Fíjese que una vez ella venía de Pilón manejando la “cuñita” de su viejo a una buena velocidad, y al pasarme por el lado le grité: Oye, Celia Sánchez, te saluda una medialunera. Enseguida pegó el frenazo durísimo para saludarme».
Celia no permitió que los augurios de una muerte inminente le impidieran desenvolverse en las responsabilidades que desde los albores de la Revolución asumió sin prepotencia.
Una anécdota ocurrida durante una visita a Camagüey, unas semanas previas a su deceso, así lo confirman. En esa ciudad la invitaron a conocer un edificio de 12 plantas que se construía y en el que el restaurante iría instalado en el último piso.
Al llegar al lugar los ascensores todavía no estaban funcionando. «Jefa, no suba. Total, es un restaurante como otro cualquiera», le dijo alguien.
La respuesta fue rápida. «¿Tú ves, chico? Eso que tú dices es una descortesía, porque esa gente está haciendo un esfuerzo y si yo ahora, por no subir 12 pisos, no llego a verlos, se van a sentir muy desalentados». Y Celia subió.
Ese recuerdo de nobleza, de humildad y de sacrifico es el que persiste más allá de las fotografías de las que siempre rehuyó, de sus escasas palabras en actos públicos o del tiempo. Esa es la imagen que perdura de la Celia tornada estrella, paloma, aire… flor.