Un anciano que aparenta más de 70 años espera por su turno para confeccionar su carné de identidad. Casi no habla. En la otra esquina de la sala ocupo mi lugar en la cola con desespero, con la intranquilidad clásica de todas las colas, y me impaciento aún más cuando imagino que su pose cabizbaja y ralentizada se traduce en pocas ganas de colaborar. Como casi siempre que estoy molesta, el prejuicio me va a jugar una mala pasada.
El amigo que va delante de mí no solo coopera, sino que provoca muchas sonrisas. Y algunas reflexiones. «¿Donante?», le pregunta la encargada de llenar sus casillas en el documento oficial. «Sí, mi’jita, yo lo dono todo», responde el locuaz interlocutor. La sala de espera de la oficina se une en una sola carcajada. No es una risa burlona. Detrás de la diversión que ocasiona la jarana, varios ojos brillan con ese orgullo que solo ostenta un cubano orondo de ser como es.
En las palabras de mi noble musa (o muso, no sé cómo deba decirse en estos casos porque los poetas no pensaron en la inspiración de las poetisas) se oculta una hermosa verdad que me hace pensar en las ideas martianas que incitan a hacer el bien sin llamar al universo para que te vea.
Mi amigo desnuda su naturaleza noble casi por descuido, como quien no quiere la cosa. Pero con su gesto y su desparpajo sacude tanto como el que se aventura a cambiar el mundo. Así son los héroes más grandes: anónimos.
Cuando era pequeña, también tenía mi propio titán dispuesto a donarlo todo. Y escuchaba con admiración sus historias mínimas, relatadas con la humildad mayor, comparable solo con la del señor del carné de mi historia.
Nunca quedaba convencida de que fuera tan fácil dejarse extraer del cuerpo el líquido más valioso y, luego de realizada la hazaña, contarla así, con pocas palabras, en un momento de distracción: «Ah, hoy doné sangre».
Como niña al fin, irresistible a tragar preguntas, un día no pude soportar más la duda y lancé mi gran cuestionamiento: «¿Por qué donas sangre?», le espeté. «Porque otros la necesitan», fue la tímida respuesta. Con una razón así, tan simple y profunda, quedé satisfecha. Entendí que sus palabras eran suficiente explicación. Porque no existen más motivos para aquellos compatriotas que hacen de esta una práctica habitual.
En un mundo salpicado de egoísmos, ignorancias y falsas creencias, cada día disminuye la disponibilidad de la vital sustancia y sigue aumentando el número de quienes la necesitan. «Vamos cargados y, ante la impaciencia, para ir de prisa se deja vergüenza», razona Israel Rojas, compositor principal del dúo Buena Fe. Por eso, entre tantos buenos ejemplos inquieta que algunos refieran no tener tiempo para hacer el bien si no es imprescindible. Y qué decir si el sacrificio trae consigo un pinchazo.
Para estos, las historias para esquivar la aguja poseen las más variadas justificaciones: imaginaria insalubridad de los materiales, consecuencias que supuestamente ocasiona el convertirse en un donante y hasta la trillada excusa de tener otras cosas que hacer. Todo este universo de increíbles bicocas se une al invento de repentinas enfermedades que incapacitan al aludido para realizar el valeroso acto.
Si un día la vida de uno de estos apurados llegara a depender de una dosis de glóbulos rojos y blancos, seguramente deseará que el resto de las personas no hayan pensado como él. La sangre que necesitará su cuerpo para andar dependerá del SÍ de algún héroe anónimo. Y ojalá mi llevado y traído señor que siempre lo dona todo se multiplique en cada cola.