Su mensaje me zarandeó, no lo esperaba. Fue un sábado, cuando el enigma de la tarde se enreda con los ruidos de la noche. Cuando, de vez en vez, comienzan a rondar los porfiados fantasmas de la añoranza, imposibles de exorcizar en la lejanía.
«Leí el reportaje, no pude evitar que rodaran lágrimas por mis mejillas. Guao, no sé qué decir. Gracias», señalaba en una de sus partes.
Quien así me escribía era Virgen Benavides Muñoz, una santiaguera que echó a volar por las pistas del atletismo durante 25 años de su vida hasta llegar a tres Juegos Olímpicos e incontables eventos en más de 30 países, aunque no ganó títulos despampanantes.
Se refería a una sobria semblanza periodística (Virgen en otra dura carrera) que relataba en Juventud Rebelde algunos de los aspectos humanos de su misión como entrenadora en intrincados parajes del estado de Falcón, en la República Bolivariana de Venezuela.
Como si fuera poco, el domingo desembarcaron otras líneas con ancla, salidas de su puerto: «Mi mamá también lo leyó y lo guardó. Nuevamente fueron inevitables las lágrimas. A ella no puedo contarle todo lo que quisiera; gracias, nuevamente gracias».
Después no intercambié más con ella. No hacía falta. Sus agradecimientos sensibles me desbordaron tanto que prometí escribirle una breve oda a la humildad, esa cualidad que, como decía Tagore, el poeta excelso de la India, es directamente proporcional a la grandeza.
Y pensé cuánta falta nos hace multiplicarla en esta era de ciertas inmodestias baratas y de soberbias abiertas, que empequeñecen a algunos conocidos o desconocidos.
Pensé en que la humildad se sujeta del tronco de la modestia y crece mezclada en cada rama sin necesidad de abonos. Es la sencillez hecha fruto. La semilla de la cual nacen la sinceridad y la gratitud profunda.
La esencia —«filosofé» todavía más— no radica en renunciar al orgullo propio, sino en vivir sabiendo que somos apenas una caricia en el almanaque; y que ese tiempo volátil resultará mejor sin las ínfulas o la hinchazón del alma, que muchas veces dañan a terceros.
Busqué entonces algo que escribí aquí hace cuatro años a propósito de la modestia: «Por instantes, da la impresión de que se requieren más y mejores recetas que consigan expandir en muchos compatriotas el afán de contagiarse con la sencillez, la misma con la cual el Che desbarataba piedras en una cantera o con la cual Camilo se infiltraba con sus bromas entre las gentes comunes del campo o la ciudad».
Reparé en que eso pudo haberse escrito hoy también; y en que, lamentablemente, lejos o dentro de nuestra latitud, esa llaneza de Virgen se ha evaporado del día a día de algunos por haber adquirido las indumentarias impuestas por la modernidad o por cualquier otra causa terrenal.
Y terminé repasando de nuevo a Tagore, cuando poéticamente se refería a lo que brilla cada día tan alto allá en el cielo: «Las estrellas no temen parecer gusanitos de luz».