Cuando uno escucha una canción con el corazón, el mundo de los absurdos cotidianos se desvanece. Además de ser la máquina del tiempo que nos traslada a un punto exacto en nuestra geografía existencial y sentimental, una simple melodía borra momentáneamente, de un plumazo, el amargo sabor de las guerras, la pobreza más inaudita, la muerte, la burocracia, las envidias… Quizá sea esa la razón por la cual, durante las últimas semanas, un programa instaurado de manera «clandestina» en nuestros hogares, a través de una pequeña y simple memory-flash, se robó, literalmente, el corazón de no poca gente.
La Voz Kids, versión para niños de un reality-show dentro del llamado fenómeno de la telerrealidad, producido por una cadena hispana de Estados Unidos, se conecta a muchas familias cubanas a través de ese circuito televisivo ajeno al Estado que se conoce como la venta de «paquetes», logrando así un significativo índice de rating en lo que el cantautor y amigo Junior Infante ha denominado, magistralmente, como la «flash-audiencia».
Como una fiebre, el famoso concepto de un concurso nacido en España y que recorre el mundo con un aparente matiz de nobleza dentro del descarnado ámbito de los concursos musicales, se adueñó de la vida de muchos (confieso que también sucumbí a sus encantos como fenómeno de entretenimiento). La fórmula lo garantiza. Aquí no existe un implacable jurado que haga trizas a los participantes. En su lugar, artistas famosos son los coachs que escogen, a ciegas, un equipo de participantes con el cual lucharán después, a través de «combates» y galas, para sacar el ganador, esa única voz a la cual se le promete el comienzo de una carrera en el competitivo mundo del espectáculo.
Llevado este mismo fenómeno mediático al ámbito de los niños, pareciera no tener grandes conflictos en relación con la protección de la infancia. Y creo que así sería si no se utilizaran fórmulas establecidas para ese tipo de certamen que, al final, los manipulan y nos manipulan a nosotros como masa de audiencias.
Resulta prácticamente incuestionable la exquisita calidad con que es concebido el andamiaje televisivo escenográfico, los niveles conceptuales de edición y la manera en que los tempos del espectáculo son manejados para mantener en vilo al espectador, para lograr un constante ascenso hacia el clímax del concurso que, tras cada edición, deja enganchado a su público y lo convierte en protagonista, a través del uso de las nuevas tecnologías (por supuesto, pródigas en pingües ganancias como soporte económico para sus productores), de manera que el ganador no lo decide un jurado (que solo sirve para decantar), sino la gente, desde sus casas, a través del voto.
Ahora bien, desde mi perspectiva, ¿dónde está la falla ética de un espacio supuestamente dedicado a exaltar las virtudes de la infancia? En el solapado manejo que se hace de los sentimientos y los conceptos errados que se emplean. Si bien en el casting inicial solo importa la voz, más allá de las dispares apariencias, luego, en el transcurso del programa, además de la calidad vocal deciden, también, las historias personales de cada uno, que pueden ir desde un entorno familiar de pobreza y la pérdida humana de un ser querido hasta un defecto físico. De manera que se exacerban esos rasgos con saña, exprimiendo a los pequeños concursantes hasta lo indecible.
Después, habría que preguntarse por qué tanta despersonalización del niño o de la niña, con un repertorio no infantil, pudiéndose promover la tradición musical en ese sentido —incluido el edulcorado mundo Disney— para irse a canciones que los colocan en historias no vividas, además de vestuarios y comportamientos escénicos que matan la inocencia y la frescura de esa primera etapa de la vida. Súmese una conducción y un público de plató totalmente adultos, lo que define el segmento social al cual va destinado el espacio que no es, precisamente, el de los pequeños.
Pero lo más peligroso, a mi manera de ver, es el sentido acrítico de los coachs con sus pequeños concursantes, haciéndoles creer que no se equivocan y son perfectos. De manera que los lanzan a la fatuidad del estrellato con expresiones tales como: «¡Eres muy grande!»; «En lugar de tú aprender de mí, tengo que aprender de ti» (¿Y para qué están, entonces, como guías de los competidores?). Pero la frase más engañosa, en tanto encierra el canto de sirena que proclama el capitalismo, es la de «Aquí todos son ganadores», anulando el espíritu de superación que debe animar al ser humano.
Hace un tiempo, la cadena CBS, en Estados Unidos, grabó un reality-show infantil no televisado, finalmente, tras la polémica social que desató su producción. Cuarenta niños, entre los ocho y los 15 años, eran depositados en una zona fantasma de Nuevo México, sin tutela familiar ni maestros, bajo el supuesto esquema de un campamento de verano, para apreciar cómo se las ingeniaban en un pueblo abandonado, a fin de retransmitir sus reacciones a través de la pantalla, ante la necesidad de crear una sociedad propia sobre la base de la supervivencia. Abuso infantil que los llevó a laborar 14 horas diarias frente a las cámaras, durante los siete días de varias semanas y, para colmo, en período escolar.
Si bien este no es el caso de La Voz Kids, lo traigo a colación para que no vivamos de engaños y noble aceptación frente a la manipulación mediática que no siempre respeta los derechos humanos de las personas y tiende a barrer la identidad de los pueblos con paradigmas homogeneizantes, propósito al que hacen un gran favor quienes van por ahí ofertando los «paquetes» movidos exclusivamente por la ganancia: «Con ello se obnubila la capacidad de discernimiento sobre la realidad inmediata y ello puede devenir indiferencia hacia lo autóctono, desapego a las raíces, idealización de la realidad otra y posturas acríticas ante situaciones evidentes de apostasía cultural», me comenta el trovador y amigo Yoan Zamora.
Nuestro entorno mediático requiere de mayores espacios de entretenimiento, hechos dignamente y lejos de toda copia o bodrio más allá de ese insistente didactismo que nos sofoca, mas ello no puede llevarnos a aplaudir lo foráneo que llega a nuestros hogares, por la vía que sea, sin el necesario componente crítico, cuando los nuevos tiempos cubanos precisan de buscar grandes espacios creativos que dejen en el espíritu, sin intención pedagógica evidente, valores indelebles, sembrados con la sutileza y la frescura con que nuestras abuelas, en tiempos de Maricastaña, jugaban «A la rueda, rueda, de pan y canela…».