Allá en los tiempos del Siglo de Oro español, en uno de sus versos legendarios, ejemplos de una burla llena de ironía, Francisco de Quevedo decía: «Madre, yo al oro me humillo;/él es mi amante y mi amado,/pues, de puro enamorado,/de contino anda amarillo;/que pues, doblón o sencillo,/hace todo cuanto quiero,/poderoso caballero/es don Dinero».
Ese remate, repetido a lo largo del poema, ha devenido como una especie de sentencia lapidaria. No obstante, si nos ajustáramos a los momentos, caeríamos en la cuenta de que entre los entuertos burocráticos que entorpecen las relaciones de nuestras empresas sobresale la emisión de una cadena de documentos que termina por ahogar cualquier gestión.
En una ocasión fuimos testigos del trámite de compra de dos gomas e igual número de recámaras para un vehículo automotor. Después de una serie de revisiones de contrato y firmado el documento final de compra por el cliente o comprador de la empresa estatal, este debió registrar la solicitud de sacar cada artículo del almacén. Luego tuvo que rubricar los del movimiento interno hasta firmar los de la receptación. Cada proceso para cada uno de los artículos que adquirió. Es decir, ojos vista y como mínimo, se debieron elaborar 12 documentos.
De realizarse una encuesta a directivos en distintos niveles de la empresa estatal socialista, con toda seguridad emergerían anécdotas como las referidas u otras peores, como la de preparar un número desmesurado de papeles para un objeto nimio, como por ejemplo, unos accesorios en forma de tornillos. Visto y sufrido el fenómeno, no quedaría más remedio que sucumbir a la tentación de parafrasear la letrilla satírica de Quevedo y afirmar, con su licencia, maestro: «poderoso caballero/es don Papel».
Como el oro denunciado por el autor de La vida del Buscón, el cual iguala a nobles y plebeyos, la papelería en exceso tiene el poder de hacer sufrir a la empresa estatal en Cuba a través de un rosario de trabas, que lastran la eficacia de su gestiones y provocan hacia su interior una secuela de pérdidas de tiempo, tensiones adicionales y absurdas, por no abundar en el fastidio y la siempre mal venida desmotivación.
Por ello es que junto con las trabas más visibles que impiden el funcionamiento idóneo de las entidades estatales se encuentran otras menos palpables y mucho más sutiles, entre las cuales se pudieran mencionar todos esos procedimientos, hijos de una cultura burocrática, cuyo fin supuestamente es controlar y mantener el orden, cuando en verdad lo que provocan es lo contrario.
En la búsqueda de los porqués, y al preguntar las razones del excesivo apego a los papeles, se torna reiterativo escuchar las ideas de controlar y prevenir contra las ilegalidades. Es decir, a mayor número de documentos menos posibilidades de hurto y desvío, algo desmentido en la práctica. Se conoce que los trámites excesivos en la actividad económica prolongan la cadena no productiva, con lo cual pueden provocar, entre otros males, una mayor vulnerabilidad al incrementar los espacios por donde los sistemas de control pueden ser burlados.
En esa madeja para rendirles honores excesivos al cuño y la firma ha jugado su papel, entre otras causas, la carencia de autonomía que ha sufrido la empresa estatal socialista, en su imposibilidad de establecer por ella misma los mecanismos necesarios y funcionales, y tener que depender de la sacrosanta disposición «de arriba», una de las disfuncionalidades que se deben enmendar con la aplicación de los Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución.
Un cambio en ese sentido sería muy necesario. O por el contrario se estaría en una rememoración perpetua de La muerte de un burócrata, la película de Tomás Gutiérrez Alea, en especial esa escena en la que los papelitos viajan por un avioncito una y otra vez por el salón en busca de la firma de rigor para descubrir finalmente que falta una o el cliente es obligado a hacer un nuevo documento. Menos papeles serían un alivio. Sería más higiénico para todos y habría, a no dudarlo, mucho más oxígeno para respirar.