Le convido a responder honestamente: cuando juzga los actos ajenos, ¿reflexiona en cómo reaccionaría si se encontrara en análogas circunstancias? ¿Se preocupa por saber cómo se sentirán los que pueden ser afectados por lo que haga o decida? Si tuvo un mal día y convirtió a alguien en blanco de su mal humor, ¿medita luego en cómo le gustaría ser tratado aquel con quien ha estado interactuando?
Si contestó «no» a todas o a la mayoría de estas interrogantes, es muy probable que no perciba la trascendencia de ponerse en el lugar de los demás, posiblemente porque no son demasiado importantes en su vida. Pero, de ser así, no debiera perder de vista que más allá de la significación que les atribuya, tomarlos en cuenta es una forma de mostrarles el respeto que merecen, sin mencionar lo provechoso que pudiera resultarle.
Entre los potenciales beneficios de situarse en la posición del prójimo se cuenta la oportunidad de comprender mejor sus actos —lo que no implica necesariamente comulgar con estos o justificarlos en la creencia de que solo se hubiera podido obrar de esa manera—, y así aprender a aceptar a los otros como son, sin pretender que realicen cambios cosméticos para acomodarse a la imagen idealizada que quizá se tenga de ellos.
Podría, asimismo, distinguir con mayor nitidez el porqué de los errores de otros, y de los propios en relación con estos, y evaluar más objetivamente el alcance de la responsabilidad por cometerlos; e incluso prever, hasta cierto punto, el comportamiento futuro de aquellos con los que se relaciona, estimar con un nivel superior de certeza cuánto lo valoran, así como descubrir las hazañas que en ocasiones se esconden en sus pequeños gestos cotidianos.
Ahora bien, ponerse en el lugar de los demás en el sentido literal de la frase, es imposible, pues demandaría un derroche de imaginación poco menos que impensable: habría que valorar no únicamente las condiciones en que desarrollan su existencia aquellos en cuyo sitio debemos ubicarnos, sino también sus historias de vida, sus objetivos, convicciones, aspiraciones y expectativas, así como muchos factores más que los caracterizan y distinguen.
En realidad, para entender por qué alguien procede o reacciona de cierta manera no se requieren habilidades especiales y a veces basta con aplicar el sentido común y considerar qué sentiría usted y cómo actuaría en coyunturas similares, si bien lo ideal sería concebir al otro en su compleja individualidad y predecir, hasta donde sea posible, cuál sería su conducta si estuviera en la piel de ese ser irrepetible y diferente.
No obstante, un número apreciable de personas no hace ni una cosa ni la otra, y resulta curioso que sean quienes con mayor pasión exigen que el resto de los humanos lo hagan cuando interactúan con ellas.
Y aunque es legítimo que reclame ser tenido en cuenta, no lo es en absoluto que desconozca el derecho de los demás a ello. Tal actitud, aquí y ahora, no debe tomarse a la ligera, acríticamente, pues contradice la esencia de un proyecto nacional inclusivo, como el que construimos, cuya razón de ser no es el «yo» sino el «nosotros».
El único propósito de este texto es aportarle argumentos y mostrarle un camino. Cuán alentador sería que le fuera útil, y que en lo adelante antes de juzgar las acciones de otros, determinar en temas que les conciernen, decir o hacer algo que pudiera afectarlos, o convocarlos a actuar, procurara situarse en la posición que ocupan —claro está, sin llegar a pensar o decidir por ellos—, tal cual le gustaría que hicieran en su caso. En definitiva, ¿qué le cuesta? Sin embargo, cuánto ganaríamos todos —usted incluido— con su inapreciable aporte a la preservación de la armonía social, imprescindible para la convivencia.
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