Martí no soporta las alturas. No les teme, pero hay demasiado frío en ellas. Por eso, cada mañana, tan sutil como el ala del colibrí o el pulcro rocío, desciende del Turquino, entre la niebla, y bebe en el mismo jarro del arriero, un buche de café que caliente los huesos, mientras se cuentan mil historias campesinas.
Así, desanda las calles bien temprano. ¡Saluda a tanta gente! Ayuda a la madre que viste al niño, casi dormido en brazos, para que vaya a la fragua a hacerse hierro. Se monta en una bicicleta sin frenos y sortea el tránsito en un frenesí casi suicida, para sentir que la tarea cotidiana, a tiempo, siempre honra. Engrasa sus pequeñas manos con las del obrero que remienda la pieza que al país no llega. Se sube a una combinada y observa, atento y admirado, la destreza del operador para hacer girar esos dos rabos de nube arrancando la caña, cual ofrenda que lleva el dulce sacrificio del azúcar.
A pesar de sus alergias, toma la tiza de manos del maestro, que le recuerda a Villena, y escribe en la pizarra la oración del día: «Hace falta una carga para matar bribones», si sabe que hay gente, todavía, que quiere un país de hielo y no de lumbre, torpes pirañas de lo ilícito, mercaderes de lo falso, sietemesinos que no aman a su patria.
Se detiene, un instante, en el parque del pueblo. Aún le pesa y le duele el grillete en el tobillo que lo hizo hombre antes de tiempo. Hace taichí con los abuelos. Mira hacia la iglesia y eleva una oración por el amigo enfermo, desde la catedral de su pecho, pensando en el abrazo que le debió a Bolívar. Un ramillete de jóvenes cruza veloz dejando su fiesta en el aire. Percibe la impaciencia del que se ha sentado a descansar de la picada del burócrata, ante el mínimo trámite. Compra una pizza de cinco pesos, que comparte con un perro callejero, y la suaviza con un turbio granizado.
Ante sus ojos cruza el florero, el que pregona su dulce, el artesano, el manisero, la pedigüeña, el barrendero que dignifica la vocación de su humilde escoba, el escandaloso, la peluquera… y no deja de pensar en cuán diversa es la vida. Frente al mostrador de una farmacia disimula una levísima tos. Compra unas gotas florales y después, desde la librería, se debate entre llevarse un libro a la montaña o destejer el billete ante un manojo de hortalizas, que un revendedor le ofrece.
Martí, al atardecer, siente el cansancio del mismo Sol que se desangra, sobre las nubes, entre los naranjas y los fresas. Sabe que le esperan, allá en el copollito de la Sierra, las dormidas estrellas. Como cada noche deberá despertarlas para los que aún aman y enamoran. Esos que, en lugar de hablar, hacen, y en lugar de fundir, fundan.
Coloca su menudo pie sobre la piedra. Hiere, sostenida y firmemente, con la empuñada vara, la húmeda tierra y da el primer paso. Comienza el ascenso. Esta vez no regresa con su mochila hueca. Quiere resarcir el gesto de aquella sublime novia, que le declaró su amor un día, con el mismo verso de emocionada métrica. Sabe, de antemano, que no habrá frío ni descanso allá en lo alto, sino solo un cómplice y compartido sueño desgranado hasta el amanecer.
Aunque odia las alturas, sonríe pícaro. Las primeras sombras de la noche no logran opacar la luz sobre su frente. Martí, en la oscura delicia de su alforja, lleva acurrucada, como dormida niña, a su enamorada Celia.