De júbilo han sido, y de ternura, las jornadas iniciales de este diciembre desde ya inolvidable. Dos siglos hemos tenido que batallar y sufrir en la joven América para que las banderas de nuestras dolorosas repúblicas se vean unidas por voluntad propia, sin que las convide y las encierren las garras del águila rapaz y codiciosa que simboliza al Norte revuelto y brutal que nos desprecia.
De Martí y de Bolívar se habló constantemente en estas jornadas, y no por aquel «patrioterismo» estéril que va por los aires restallando y zumbando consignas de papel y languidece, y muere, flotando a la deriva a cien metros de la realidad; sino por el verdadero patriotismo, el que pone el alma de raíz para no secarse y subordina al interés mayor de la idea sublime que le calienta el pecho, la bolsa y la hacienda; que la vida vale más y cientos de miles a lo largo de estos dos siglos se la han sacrificado también. De hechos concretos fueron estas reuniones, y no de quimeras. De lo posible, viable e inmediato se trató, pensando en los imposibles venideros. De hormigón armado parecían los discursos, y arquitectos constructores aquellos oradores. No se prometieron unanimidades «de polvos de arroz», sino honestas discusiones y consensos sinceros, entre los que han de andar juntos por las vías tortuosas de las relaciones mundiales contemporáneas.
Todo lo podrá en lo adelante «nuestra América capaz e infatigable», si hombres, Gobiernos y pueblos nos atenemos a la palabra martiana que nos dice «cumpla cada uno su parte de deber y nadie podrá vencernos». Mucho hemos de conocer, coordinar y trabajar juntos para el bien de todos los hijos de nuestra Madre América, los que hasta ahora hemos estado durante cinco siglos divididos, desconocidos, descoordinados, trabajando para engordar y enriquecer a nuestros dueños, mientras nosotros mismos nos moríamos de hambre.
Sobre 20 millones de kilómetros cuadrados —que guardan bajo su suelo, custodiadas por las entrañas de fuego de sus magníficos volcanes, las mayores reservas de agua, gas, petróleo y minerales que existen en el planeta— se unen 33 países que agrupan a 540 millones de personas con similares culturas, religiones y lenguas.
Esta nueva nación que surge, y que habremos de amasar y de configurar con nuestras propias manos con paciencia y decoro, habrá de ser la clave para evitar el descalabro al que arrastran al planeta la vetusta y decadente Europa, y los prepotentes, ambiciosos y desmoralizados Estados Unidos de Norteamérica. De entre inconmensurables dolores y atropellos, ha venido de menos a más nuestra América «original, fiera y artística», porque ha sabido levantarse con sus indios, sus cholos, sus rotos, sus guajiros y sus negros. «Estas naciones se salvarán», como repitió Martí citando a Rivadavia el argentino, «con el genio de la moderación que parece imperar, por la armonía serena de la Naturaleza, en el continente de la luz», porque han comenzado a ajustar al cuerpo y al alma originales con que nacieron, la mente que hasta ahora se importaba de Europa o de los Estados Unidos. Solos hemos peleado; venceremos solos, o con los que quieran ayudarnos sin que tengamos que doblar la cerviz ni hacer concesiones que ofendan nuestro decoro.
Si tuviera que resumir, en breves frases, mis impresiones sobre esta reunión constitutiva de la unidad de nuestra América, lo haría con las mismas palabras con que terminó Martí sus impresiones sobre la reunión a que asistieron, en una tierra extraña, un grupo numeroso de hispanoamericanos agradecidos para celebrar el Centenario de Bolívar: diría otra vez que este cónclave «no fue de odiadores, ni de viles, sino de hombres confiados en el porvenir, orgullosos del pasado, enérgicos y enteros».