Observo por estos días que ciertos motoristas, especialmente jóvenes, al menos en la provincia de Matanzas, desafían la más elemental prudencia y no usan su casco protector, incluso cuando lo llevan consigo.
La nueva modalidad de ciclomotos, eléctricas o de pequeños motores de combustión, ha proliferado, pero un número de sus tripulantes parecen no sentir necesidad de usar cascos protectores, a pesar de que puede vérseles por ahí circulando a velocidades considerables.
Llegué a pensar que se trataba de una «moda» veraniega. Sí, porque ante la severidad legal en ese tema, debía tratarse —me dije— de algo poco menos que eventual. Algunos parecen determinados a mostrar a como sea su hermosura exterior y deciden no reparar en ciertas convenciones que a la postre resultan más pertinentes que el número de piropos ganados en un día de playa, sol y brisa…
La vía es un entramado vivo en el que a menudo no basta con la propia precaución. En el caso de las motos y el tema que nos ocupa, nuestro Código de Seguridad Vial (Ley 109) fija claramente en su artículo 72, inciso 1, la responsabilidad del conductor y los pasajeros de «usar casco protector o de seguridad de acuerdo con las características del vehículo, según los requisitos que establecen las autoridades competentes, y correctamente abrochado».
Más reciente es la promulgación de las Regulaciones Complementarias a esa ley, cuyo texto califica al no uso del casco como una contravención muy peligrosa. Se trata de otro esfuerzo por apuntalar la precaución y adelantarnos a un desenlace fatal, algo que todo conductor de motos debiera, más que aplaudir, respetar. Si todos dominan que sus cuerpos son «la carrocería», ¿por qué da tanto trabajo que cierto número de ellos se proteja mejor?
Paradojas de la vida. Mientras unos que tienen el casco desestiman su uso, otros que no lo poseen hacen cuanto pueden para alejar a La Parca (y de paso, a las contravenciones), echando mano a cascos de construcción, de béisbol, ciclismo o polo sobre caballos, con tal de ir más seguros.
Loable resulta la preocupación, aunque esos aditamentos no cubren zonas vitales de la cabeza y tampoco pueden ajustarse. Ello nos conduce a otra certeza: se precisa dar solución a la escasez de cascos de seguridad en los establecimientos comerciales. Cuando unos años atrás se introdujo en nuestras leyes la obligatoriedad de su uso, podía vérseles de variados modelos y precios en los estantes de las tiendas. Sin embargo, he visitado algunas de ellas en varias provincias y he notado que no hay existencias. Recién aparecen en algunos puntos de la red mayorista en divisas, encargada de venderle solo a entidades y organismos.
Si andar sin casco es una violación del Código, también lo es circular con esos implementos deteriorados o remendados, cuando ya no pueden amortiguar el impacto de un golpe.
Sé que se dan pasos concretos para resolver esta falta, aunque su plazo de solución se haya dilatado por las tensiones financieras del país. El escollo tal vez nos ayude a mirar otro lado del asunto: es preciso estudiar la demanda y tener una sistemática y balanceada oferta de tipos, marcas, cualidades y precios. Así disminuiría, además, la brecha para que ciertos «vivos», más preocupados por su talego que por el prójimo, no aprovechen la escasez y pregonen la «buenaventura» de unos cascos que ahora hacen furor, pero tan menudos que cualquiera se percata de que no protegen.