Una pedrada ha impactado la vitrina que refractaba hacia América Latina las bondades de un modelo que hace tiempo hizo aguas en la región, pero que desde Chile seguía reflejando los destellos del crecimiento mientras quedaban fuera de la vista las opacidades de la desigualdad. Las casitas de los barrios altos proliferan en un país dedicado como pocos a edificar, mientras el fulgor de sus paredes apenas dejaba ver a quienes pagan la diversidad del cromatismo.
De la mano de los estudiantes, sin embargo, la piedra acaba de rajar el cristal, los excluidos cobran protagonismo, y la estantería completa podría venirse abajo si, como asomó en el último paro general convocado por los trabajadores, los sectores inconformes —que no son pocos— se unen cual hicieron ahora luego de identificar la causa del mal. Por primera vez en los poco más de 20 años que median desde la salida del sátrapa Augusto Pinochet, los chilenos se han manifestado contra el neoliberalismo. Y han pedido una nueva Constitución.
Aunque en otro sitio latinoamericano, a estas alturas, el hecho podría no ser noticia, las consignas contra el modelo, voceadas y exhibidas en los carteles de la mayor manifestación que haya tenido lugar en el país desde que cayó el dictador, demuestran un cambio cualitativo en la conciencia social chilena.
Embotados por el individualismo que impuso un modelo certificado y legado por el pinochetismo en los postulados de la mismísima Carta Magna; arrastrando el pavor que dejaron las atrocidades del sanguinario régimen militar, los chilenos, como sociedad, parecieron vivir hasta hoy casi en el silencio.
Salvo las anuales conmemoraciones oficiales en el Palacio de la Moneda con la evocación del martirio de Allende, y los esfuerzos de los abogados y defensores de los derechos humanos que hicieron lo indecible por juzgar a los represores, una suerte de manto del olvido se adivinaba sobre una población que se diría programada para callar; para no ver ni recordar en alta voz y, en todo caso, solo honrar en el mutismo a sus muertos.
Junto al aldabonazo dado por los estudiantes con su beligerante lucha por el derecho a una educación de calidad, gratuita y pública, de esa suerte de extravío ha emergido la confirmación de que no fueron 3 000 las víctimas fatales de la dictadura, como contabilizó en un primer momento el incompleto Informe Rettig. Según acaba de actualizar la Comisión Valech II, que rindió sus primeras conclusiones en 2003, suman más de 40 000 los chilenos que padecieron los desmanes. Todavía 20 000 denuncias quedaron fuera.
Ello acontecía justo cuando universitarios y secundaristas, miembros de una generación que no vivió la dictadura y por eso —dicen algunos— no tienen miedo, toman los planteles y fuerzan al Gobierno a escucharlos catapultando y, lo que es más importante, nucleando, con su arrojo, a los mineros que hace años protestan contra la desnacionalización del cobre, a los mapuches segregados y juzgados bajo la injusta ley del terrorismo, a los ambientalistas que batallan contra la contaminación por el poder transnacional; a sus propios padres, a los profesores. En fin, a la sociedad chilena, sin dejar fuera a los empresarios que, preocupados por sus intereses y lo que identificaron como «crisis», acudieron a pedir cuentas al presidente Sebastián Piñera.
No. No se ha caído el estante. Pero al fin se tambalea.