Agosto gotea con hechos y signos que conmueven. Fue el 17 agosto de 1870 cuando recibió inhumano fusilamiento aquel tejedor de versos que, además, hacía llorar al piano; aquel poeta insigne que edificó nuestro Himno guerrero en medio de las llamas conspirativas.
Fue en ese mes cuando pasó a la inmortalidad aquel Pedro mártir convertido en Perucho por la enormidad de cariño que le profesaban los bayameses de entonces; ese al que la soldadesca española le propuso como humillación un asno para llevarlo al pelotón de tiradores que lo asesinaría y no bajó la frente, la subió altiva para recitar que «morir por la patria es vivir».
Y fue en agosto, también, justamente un año después de la muerte heroica de Pedro Felipe Figueredo Cisneros, cuando otro de aquellos brillantes intelectuales de Bayamo y de Cuba sufrió el fusilamiento horrendo: Juan Clemente Zenea y Fornaris.
Ahora que escribo su nombre completo, este 25 de agosto, exactamente 140 años después de su muerte en los fosos de La Cabaña, pienso en aquella generación llena de cultura, sensibilidad y deseos libertarios; y vuelvo a repetir que deberíamos viajar más hacia la vida-obra de esos patricios fundadores, algunos ignorados o desconocidos hoy por viejos o nuevos.
Zenea es otro de esos ases con los que tenemos la deuda del conocimiento. No se trata de reiterar su biografía, de remachar que nació en Bayamo el 24 de febrero de 1832, y que devino discípulo de José de la Luz y Caballero en su adolescencia; no es que tengamos que sabernos de memoria sus capítulos de viajes a Nueva York y Nueva Orleans, o que seamos capaces de recitar sus escritos en prosa o en verso, aparecidos en distintas publicaciones de Cuba, Estados Unidos y México. O que conozcamos que sabía hablar inglés y francés.
Tampoco se trata de contar el puñado de instituciones o calles que llevan su nombre. Zenea tiene en el corazón de Bayamo una arteria que lo recuerda, también un parque, una peña, un centro de promoción literaria… una escultura similar a la de la capital cubana.
Pero es necesario asomarnos con hondura especial al Zenea vivo, polémico, enamorado, al hombre de carne y hueso, el rimador excelso, el que fue acusado de traidor a la causa independentista por llevar el salvoconducto de un funcionario español. Si él hubiese sido en verdad un procolonialista consumado, no hubiera estado en prisión ocho largos meses ni habría recibido la descarga de fusiles aquel llamado «año terrible», el mismo en el que perecieron masacrados los ocho estudiantes de Medicina.
Tenemos que buscar más a ese Zenea romántico que marcó una pauta en la literatura nacional; al que escribió un poema tan calado y tierno como A Fidelia; al que no dejó de amar a la actriz estadounidense Adah Menken, por quien se le estrujaba el corazón; al que no apagó su lira sentimental ni en el calabozo los días previos al paredón final.
Nos hace falta meditar cómo los arrebatos de independencia y conspiración no les cuartearon los versos a aquellos bardos bienhechores, sino que se los enardecieron. Y, sobre todo, nos hace falta, poniendo a un lado las épocas, imitar ese afán de crecimiento espiritual, tan vívido en esa generación gloriosa que les puso espuelas a la nación y a la patria.