No tengo nada contra la tecnología, mucho menos contra los celulares.
Incluso, quizá algún día lejano consiga tener alguno para contestar ante la cancioncita de aviso: «Yo te tiro ahora pa’ llá desde un fijo», oración cuyo significado no es menester explicar en estas líneas.
Me imagino cuánta importancia debe tener un teléfono móvil al margen de los agujeros —si es personal— que ha de ocasionar a los bolsillos. Pero algunas veces, en nuestro entorno, los celulares se han convertido en símbolos de interrupción, de molestia, desatención y hasta de discoteca andante.
Lo escribo porque con cierta frecuencia, en medio de una reunión importante, el orador o el verboso principal se ve asaltado tres, cuatro, cinco y hasta diez veces por una letrilla altisonante emanada de su teléfono. Y así, sus circundantes se quedan a la deriva, a la espera de que el disertante concluya la comunicación con el más allá o con el más acá.
Aunque también sucede a la inversa, lo he vivido en las aulas universitarias: el profesor está hablando de los daños que causa tanto marabú en los campos, de la «lampiñez» de la rana, o de los problemas globales de la economía… y a menudo tiene que detener la explicación porque los oyentes reciben llamadas para abordar temas terrenales o divinos.
Hace unas fechas, en plena discusión de un trabajo de diploma y en la cumbre de la solemnidad de la exposición del futuro licenciado, a uno de los miembros del tribunal le sonó la cintura con la música conocida, tomó su celular y después del «Sí… dime…» inició una disertación sobre cortinas y computadoras que es mejor no recordar ahora.
Hablando de trabajos de diploma: no dudo que mañana alguien realice una maestría para demostrar que el volumen del timbre del celular es directamente proporcional a la salud humana. Porque algunos programan el aviso del teléfono con tal nivel de «ambiente» que a sus circundantes les puede parecer que están en el Salón Rosado de la Tropical.
Alguna vez un colega escribió que, en el principio de los teléfonos móviles en esta nación, hubo, incluso, sujetos que solicitaban que los llamaran intencionalmente en medio de los espectáculos de ballet para llamar la atención del público. Y armaban un show con aquella sonadera y alardeaban de dinero.
Hoy se incrementa la cantidad de personas que pueden tener un celular; pero ese crecimiento —que significa evolución— debería suponer en determinados casos también mayor educación, respeto a los demás, cultura, civilización.
Sin embargo, se encuentra uno ahora en plena vía a un conductor que va zigzagueando porque está atendiendo una llamada; o un «bicicletero» que no hace la debida señal con la mano porque, pegada su mano izquierda a la oreja, va informando de su supuesta ruta a la novia.
Nada tengo —ya lo dije— contra la tecnología. Pero pido silenciar unos minutos los aparatos modernos cuando pongan en riesgo las vidas, o cuando quiebren la seriedad de un tribunal o el ritmo de una ecuación.