Se corre el peligro de que el bosque nos impida ver los árboles. Me arriesgo nuevamente a violentar el contenido recto de una frase sustancial del Che, en su análisis sobre el Socialismo y el hombre en Cuba.
Y la resurrección de esa idea, encarnada en un nuevo espíritu, es más urgente que nunca. Sobre todo cuando el país que se abrió a una sensibilidad social inaudita, con la moderna combinación de marxismo y martianismo, intenta reubicar su alma protectora en la justa geografía política y económica de la nación.
Cuba no cambió ni un ápice la percepción legal y sensitiva de su política de protección social, pero la estructura que la ejecuta, que la hace sangre por las delicadas venas del país, se mueve hoy por el frágil hilo de corregir los excesos sin permitirse injustificables abandonos.
No son pocos quienes señalan que en este sensible aspecto deberemos lidiar en lo adelante con dos amenazas. La primera, esa famosa tendencia criolla a los extremos, tan bien caracterizada por el Generalísimo Máximo Gómez, que termine en desbordes interpretativos en los actuales arreglos, lo cual provocaría injusticias puntuales.
Y lo segundo, y aun más riesgoso, que las medidas de actualización de la economía y la sociedad lleguen a ser más ágiles que la capacidad de reacción de la estructura de protección social del país, lo cual derivaría en incapacidad para descubrir y actuar a tiempo frente a mayores desajustes.
La magia de la nueva política social revolucionaria estaría en cultivar una proyección sensible a las singularidades, sin provocar desestímulos a la responsabilidad colectiva; y su vez, desarrollar una capacidad más previsora que reactiva, capaz de adelantarse y proyectar los más difíciles escenarios.
No podemos olvidar que en oportunidades, al amparo de disposiciones u orientaciones, incluso problemas o situaciones generales, en algunos espacios se perdió la capacidad y hasta la sensibilidad de percatarse de lo particular.
Como apunté en otro momento, ello proviene de que en nuestro intento por construir una sociedad de iguales, se nos coló como virus el igualitarismo. Este último, lejos de abrirnos los sentidos los confunde, porque mezcla y homogeniza todo.
Por ello, hay que apreciar en todo su valor las rectificaciones que buscan acabar con esas visiones generalizadoras. Pero a su vez, el empeño transformador de la Revolución demuestra que su acabado será siempre incompleto si nos olvidamos de lo singular con el objetivo de encontrar mejores remedios a nuestras insuficiencias.
Lo demuestra, señalé también en otra oportunidad, la frecuencia con que, apoyándose en disposiciones o políticas generales, o ante la ausencia de recursos para resolver problemas globales, se descuida ofrecer debida respuesta a urgencias individuales, familiares y hasta comunitarias.
En esta columna narré el dilema que vivió un médico de excepcional rendimiento, que cumplía su servicio social en las montañas orientales, para lograr que un anciano enfermo y desvalido, en pleno período especial, fuera aceptado en un asilo.
Su conmovedora gestión chocaba siempre con el impacto que sufrían esas instituciones en aquel complejo momento. Pero el galeno, impetuoso, triunfó en su empeño. Sobrecogido, logró demostrar que el peor garrotazo lo padecía aquel anciano abandonado, que la sociedad no podía permitirse dejar a su suerte.
Con almas e ímpetus como esos, por muy tenebrosa o tupida que sea la vastedad de una selva, podremos descubrir el detalle espacial de cada árbol.