Como en una macabra historia de terror la tragedia se repite. Aún con las huellas del dolor todavía frescas en la memoria colectiva por el tsunami de 2004, el mar volvió a arrasar y, para colmo, el volcán Merapi decidió despertar casi al unísono. Indonesia vive días terribles.
El saldo total de destrucción y muerte todavía está por conocerse, pero se calcula que la dramática combinación natural ha dejado más de 340 muertos, miles de desaparecidos y evacuados. Unas veinte aldeas fueron arrasadas totalmente, luego que olas de más de tres metros se adentraron a más de 600 metros en tierra firme. Por su parte, en otra zona del archipiélago, el volcán escupía lava, calor, cenizas, y dejaba 40 personas sin vida y más de un centenar de heridos.
El socorro está siendo difícil, lo mismo en las islas Metawai, que en áreas cercanas al volcán, ubicado a 50 kilómetros de Yakarta. La insuficiencia de vías de transporte, la carencia de equipos y el mar aún picado conspiran contra la posibilidad de salvar a más y, aunque el Gobierno indonesio solicitó ayuda internacional y ordenó el flujo ininterrumpido de esta, incluso para los rescatistas es difícil llegar hasta los más afectados.
El tsunami —ocurrido después de un terremoto de 7,7 grados en la escala de Richter, a 33 kilómetros de profundidad bajo el nivel del mar y 149 kilómetros al sur de la ciudad de Padang— mostró, no solo la furia natural conocida en esa zona, sobre todo si se tiene en cuenta que Indonesia se asienta sobre el llamado Anillo de Fuego del Pacífico (una zona de gran actividad sísmica y volcánica); también dejó ver la incapacidad para aprender ciertas lecciones.
Autoridades de esa nación reconocieron que el sistema de alerta temprana, inaugurado hace dos años con tecnología y financiamiento aportados por varios países y que, se suponía debía trabajar a la perfección este año, no estaba funcionando. Y aunque expertos aseguran que tal vez este no hubiese servido de nada, porque las olas solo demoraron entre cinco y diez minutos en llegar a las costas, queda la duda de si alguna vida se hubiese salvado.
Ridwan Jamaluddin, de la Agencia Indonesia para la Evaluación y Aplicación de la Tecnología, aseguró a la BBC que dos boyas frente a las islas Mentawai —parte del sistema de alerta— fueron destrozadas y estaban fuera de servicio, al tiempo que recordó que se trata de equipos extremadamente caros.
Mientras, el director de la Agencia de Meteorología y Geofísica, dijo que las boyas no estaban funcionando por falta de mantenimiento, entre otras razones. «No tenemos suficiente personal calificado para supervisar el funcionamiento de las boyas».
Como quiera, parece evidente que el mundo no quedó tan comprometido como pregonó con los sistemas de alerta temprana, luego que el 26 de diciembre de 2004, un sismo de 9,1 y más tarde un tsunami destruyeran localidades costeras de una docena de naciones bañadas por el océano Índico y causara la muerte a 226 000 personas.
El reciente terremoto se produjo en la misma falla tectónica que aquel de hace seis años y, a pesar de la experiencia, también dejó su rastro mortal. La falta de coherencia en el tratamiento de estos temas parece enraizada, aunque es un hecho que la frecuencia cada vez mayor de este tipo de desastres naturales y su poder devastador están indisolublemente ligados a la irresponsabilidad de toda nuestra especie con el medio ambiente.
Todavía los países ricos se dan el lujo de no ser consecuentes con sus compromisos de financiamiento o transferencia tecnológica para con los más pobres, o incluso obstaculizan el diálogo para tomar decisiones trascendentes, como en Copenhague.
Mientras Indonesia llora a sus nuevos muertos a causa de la furia natural por partida doble, más de uno no debería dormir en paz. Tendría que ser suficiente, pero la realidad muestra que tal vez aprender no sea el fuerte de algunos.
¿Cuántos más tendrán que morir para ser definitivos con las soluciones? Está por ver.