«El viejo Don Pío y su potrero…». ¿Cuántas veces habré escuchado esa frase? Oír a nuestros abuelos decir «por ahí andan… como en el potrero de Don Pío», era no solo un señalamiento. También se convertía en la imagen precisa de un lugar donde las acciones más disímiles no tenían respeto alguno a las normas. Se podía atravesar los cultivos y tomar las frutas sin pedir permiso, hacer todo lo imaginable con total impunidad, que nadie sería castigado. Total, si en ese potrero nadie ponía respeto.
No obstante, al observar la realidad nos damos cuenta de que ese singular territorio no es privativo de una real o imaginaria geografía campestre. Muchos potreros de Don Pío encontramos también en las ciudades; solo que ahora somos nosotros —convertidos en una especie de nietos de ese campesino de fábula— los que debemos sufrir ciertas carencias de respeto a las normas más elementales de urbanidad, incluso por entidades estatales.
Hace unos meses, en el mismo centro histórico de la ciudad de Ciego de Ávila se realizaron trabajos de reparación de sus calles. Era una labor noble, pues se ayudaba a preservar un escenario entrañable para los avileños. Sin embargo, el esfuerzo se empañó al no imponerse las regulaciones ni las barreras transitorias que impidieran el paso por las áreas de trabajo. El resultado fue que zonas aledañas se afearon por un tiempo con las huellas del material asfáltico dejadas por los zapatos de los transeúntes.
El colmo de la desidia llegó cuando algunos individuos atravesaron en motos la zona en pavimentación y ante la posibilidad de avanzar por la presencia de las máquinas y obreros, se lanzaron sobre la plataforma de la Alameda de la Locución. No valieron los gritos de protestas de algunos peatones y que en algunos casos llegaron a los repuntes de riña. Los vándalos se lanzaron en su desafuero ante la ausencia de una barrera que pudiera ponerles freno.
El hecho motivó fuertes críticas de la población y las autoridades de la provincia. Entre otros puntos, se cuestionó por qué no se ubicaron los separadores correspondientes o se buscaron alternativas para impedir la aparición de los daños mencionados.
Y es ahí donde se aprecia una de las expresiones del síndrome de Don Pío, al menos en el plano institucional: entidades que se dedican a cumplir estrictamente su cometido sin tener en cuenta si su acción puede dañar otros espacios o hasta entorpecer el desempeño de otras organizaciones.
Ahora, por ejemplo, una unidad de ETECSA acomete en el Microdistrito C de Ciego de Ávila unos trabajos en las conexiones para mejorar la transmisión de datos. Verdad que trabajan duro esos hombres; pero áreas completas de césped han sido removidas con sus aglomeraciones de escombros y tierra. Los vecinos se preguntan si ese émulo de paisaje lunar será revertido a su estado anterior una vez que finalicen las obras. Ojalá que esas labores sean el resultado de una coordinación que motive a la restauración del entorno una vez concluidos los trabajos. Como debiera ser y como muchas veces no se hace.
En verdad resulta difícil construir un sentido de pertenencia al lugar donde se vive cuando el ciudadano debe desenvolver su vida en un torno desagradable. En ocasiones es la consecuencia de un pobre diseño urbanístico o el irrespeto de los vecinos, pero de esa libertad a ultranza de entidades que llegan, remueven, «cumplen» y se retiran con la huella de su «deber» en forma de residual arqueológico.
A estas alturas es difícil imaginar que la preservación del entorno por las entidades no esté debidamente legislada. Si no existiera un cuerpo de indicaciones precisas, al menos quien busca sí encuentra lo esencial en el espíritu y la letra de normativas que rigen la labor de los Servicios Comunales en cada municipio. No hay de qué asombrarse. Las cercas existen para contener la desidia en el territorio de Don Pío. Pongámoslas entonces.