Desde hace 17 años la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas (ONU) proclamó el 3 de diciembre como el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, fecha que coincide con la de la Medicina Latinoamericana.
El atinado dictamen emergió para vindicar y hacerle justicia, en medio de tantos atropellos afectivos, a ese humano encargo de comprender la vida como el oficio de dos seres gemelares que coexisten bajo el arresto de un solo corazón: el que por naturaleza somos y ese otro invisible que junto al primero da resistencia y persevera.
De acuerdo con criterios de la Organización Mundial de Salud (OMS), discapacitado es todo aquel que padece de modo temporal o permanente una disminución de sus facultades físicas, mentales o sensoriales, lo cual le impide realizar por sí mismo su desempeño físico, mental, social, ocupacional o económico, a causa de determinada carencia anatómica o psicológica.
Por ello, hacerle una marca al calendario a favor de los millones de seres que en todo el planeta se oponen a las fuerzas de su realidad con el sobrepeso de alguna limitación, no es más que un racional espaldarazo de esta civilización, signada con visos de desquiciamiento, a las crudas maquinarias que se parapetan hoy en un mundo cargado de obstáculos.
Un mundo que subyace triste ante la probada invalidez de los que le articulan aciagas políticas, y le acrecientan la miseria y el hambre bajo los emblemas contemporáneos de una crisis. Un mundo que polariza arbitrariamente sus economías, sus invenciones, sus sociedades. Un mundo más cuadrado que redondo, que concentra en los países pobres y en desarrollo cerca del 80 por ciento de sus discapacitados, y en el que muchos de los contenidos en esa cifra nunca han tocado las teclas de un teléfono ni las de una computadora de alta velocidad.
Un mundo al que no le queda más remedio que existir entre amenazas y metrallas, con el sigilo de no saber los cuerpos que quedarán inválidos, cuando no muertos, ante las bombas y los tiros que se cruzan, como si fueran flores, por la fuerza de tanta hostilidad y tanto terrorismo.
Un mundo que también ensancha día a día el número de los que ven sucumbir al menos una de sus potencialidades físicas o mentales por culpa de la malnutrición, la escasez de agua potable, la miseria, la insalubridad y hasta el olvido.
Pero en un mundo como este, donde también hay hombres que se saben amigos del propio hombre por desvelarse para tender puentes en vez de barreras, la capacidad de crear y creer en uno mismo puede quitarle dolores a la discapacidad.
¿Acaso alguien duda que allá por las selvas ecuatorianas, o por las inhóspitas lomas de Nicaragua, desde donde se tocan las venas sangrantes de América Latina, la raza humana, como la llamó Martí, no redime hoy, con sus mejores aciertos, de la miseria?
Por eso, no me escondo para decir que me conmueve esta fecha, sobre todo porque me sostiene el aliento con que convidan a existir muchos de los que andan por ahí desprovistos de alguna facultad, al mirar la vida siempre con lentes verdes, y levantar con paciencia, por encima de los mil demonios que les rondan, el yo de sus propósitos mediatos y el de sus largas utopías.