Era la mañana del 17 de octubre de 2000. Un tren de alta velocidad que viajaba hacia el norte de Inglaterra, se descarriló cerca de Londres. Dos vagones se volcaron en la estación de Hatfield, y murieron cuatro personas.
¿Responsable de la catástrofe? Una compañía privada que, encargada del mantenimiento de las vías —en mal estado en ese tramo— no había hecho sus deberes, como tampoco había colocado señales de límites de velocidad. Simplemente había comprado su parte del sistema ferroviario, privatizado por el gobierno conservador entre 1994 y 1997, y se dedicaba a extraerle el jugo… Lo demás le resbalaba.
Esta semana, el primer ministro Gordon Brown lanzó un plan para privatizar otros bienes sociales, a manera de hacer dinero fácil para cortar a la mitad el déficit presupuestario de 175 000 millones de libras esterlinas. Una empresa de apuestas y otra de tratamiento de uranio —¡sí, sí!, el mismo de las bombas atómicas— serán puestas en la tarima de ventas, como piñas o naranjas, y también lo estará el High Speed One (HS1), la línea ferroviaria de alta velocidad entre Londres y Kent, el punto desde donde el Eurotúnel une bajo el mar a Gran Bretaña con Francia en apenas 35 minutos de viaje.
Con la experiencia de Hatfield no tan lejana como para que la memoria la empolve, y con el estruendo del choque de dos ferrocarriles en la estación londinense de Paddington, en 1999, donde más de 30 personas murieron espantosamente entre las llamas, el humo y los hierros retorcidos, ¡todavía Brown tiene ganas de poner un trozo de 108 kilómetros de vía férrea en manos particulares…!
Sucede que la privatización ha dejado un sabor amargo durante todos estos años. Los accidentes, las quejas por demoras y los altísimos precios han sido, si no pan diario, al menos tema frecuente, y la prensa y los estudiosos de diversos sitios del planeta lo citan justamente como «lo que no se debe hacer»: los ferrocarriles británicos fueron divididos y vendidos a cerca de una veintena de empresas, con lo que se privilegió el sentido de la ganancia individual, en detrimento de una estrategia de desarrollo del sistema. De hecho, los trenes que chocaron en Paddington eran de compañías diferentes. Compartimentos estancos, orejeras… Y el público perdió, y pierde.
Pero Brown calcula. Por la HS1 bien pueden dar 3 000 millones de libras. Y es en ello en lo único que parece fijarse. Vender, vender…, aunque sea una empresa rentable.
Un reporte del diario Evening Star, del 16 de octubre, habla de la paradoja: fue un gobierno laborista, el de Clement Atlee (1945-1951) el que erigió el formidable Servicio Nacional de Salud y la Seguridad Social, el que ofreció viviendas a los millones de personas cuyas casas fueron bombardeadas por los nazis, y el que nacionalizó el carbón, el gas, la electricidad, ¡los ferrocarriles! «Pero lo que tenemos ahora —dice el texto— es un gobierno thatcherista, opuesto a la socialización, y realmente antisocialista, ejerciendo bajo el título de laborista».
Por lo que se ve, en esta última brazada de Brown para evitar ahogarse en las elecciones de mayo, no le faltará el hierro de las críticas. Y estas le van pesando ¡más que un tren!