Una mujer que no rebasa los 40 años de edad y cuyo ámbito laboral ha sido siempre estrictamente hogareño, llega con exigencia al despacho, que no es otra cosa que una casa convertida cada viernes en una especie de confesionario público. Es la «oficina» de la delegada del barrio.
Resulta que la mujer reclama una solución, porque alguien —no ella— «le tiene que resolver su problema».
Su contrariedad estriba en que su hijo, de 16 años, se niega a estudiar o trabajar. Cuenta que cuando le dice al joven que se reincorpore a la escuela, responde que ya está muy viejo para eso. Y si le ruega, entonces, que procure trabajar, dice que todavía es muy joven. Mientras, se la pasa durmiendo, comiendo frente al televisor o jugando dominó y fútbol en la esquina. O sea, tiene en casa a un hombre sano y fuerte que come opíparamente y no dispara un chícharo, como se dice en buen cubano.
Luego del diálogo, y ya en retirada, la atribulada mujer comenta con otro vecino, evidentemente insatisfecha: «la Delegada me ha dado tremenda “muela”; muy finamente me ha dicho que ese es mi “maletín”, y que le ponga rueditas para que no me pese».
Aunque interpretó muy bien el espíritu de la larga charla, esa no fue exactamente la respuesta de la representante del barrio. Esta le orientó a qué instituciones se podía dirigir y lo que en este caso se hace en la comunidad a través de la comisión de prevención.
Más allá de la anécdota y de los «desórdenes» del muchacho de marras, lo preocupante es esa visión equivocada, que intenta transferir la responsabilidad de todo a las instituciones y órganos de gobierno, cuando muchas veces se está ante asuntos que deberían ser más familiares y personales.
Tal vez la distorsión de la inspiración humanitaria a la hora de aplicar algunas políticas de beneficio social de la Revolución, es lo que no ayuda a crear una consciencia sólida de que la familia también es una institución, y fundamentalísima.
Que tengamos la dicha de contar con organismos que ayudan a la familia no quiere decir que aquellos sustituyan o hagan el trabajo de esta.
Conectado con esa torcida interpretación de las bondades de una sociedad socialista como la nuestra, subyace otro mal que raya en lo injusto. Resulta que a veces se esgrimen como argumentos para exigir algunos beneficios sociales, precisamente aquellos relacionados con los frutos de los desajustes o irresponsabilidades de la familia o un miembro de ella.
Me viene a la mente la escena aquella de una asamblea de barrio en la que una joven mujer, también ama de casa, hizo una antológica defensa de su derecho —así dijo— a que le instalaran un teléfono. «Tengo cinco niños pequeños y el papá vive en provincia y necesito comunicarme con él; además fui declarada «caso social» y tienen que ponérmelo», dijo con energía.
Mientras la escuchaba recordé que en otros momentos del devenir revolucionario, y más en una reunión de vecinos, las personas se avergonzaban si le daban el calificativo de «caso social».
Y por supuesto que es humano y casi siempre justo defender la atención diferenciada a las personas a quienes la naturaleza o los desajustes sociales situaron en una posición desventajosa; lo lamentable, incluso absurdo, es que ser un «caso social» sea asumido por algunos como algo «meritorio».
No puede coincidirse con el joven que en esa misma reunión dijo visiblemente indignado que la Revolución tiene la culpa «por ser tan buena que hasta los vagos se sienten con derecho a todo». Claro que no ha sido nunca práctica revolucionaria favorecer a holgazanes, aunque entendí perfectamente su alusión indirecta a una práctica deformada de las bondades de nuestro proyecto social.
Como también resulta trastornada esa arraigada pretensión de convertir, un asunto bastante personal, en problema a resolver por otros.