«Vuelve a menudo y tómame,amada sensación, retorna y tómame».
Kavafis
Siempre pienso que estás hecha de agua. Te toco y noto el leve, inocente temblor que te sacude, e imagino mis dedos como remos que turban el sosiego de las aguas trigueñas de tu piel.
Por eso algunas veces prefiero acariciarte cuando duermes, para dejar que el río de tu carne siga fluyendo en calma, y no te me estremezcas, no saltes, no te erices. Paso los dedos por tus párpados cerrados, por tu nariz dormida, por tus labios en paz, y me place la breve nimiedad de no alterar las aguas que, despierta, batallan por ahogarte.
¿Sabes algo? Cada vez que lo hago, me parece que vas a abrir los ojos, y que el oleaje va a nacer, y tu sueño a morir por mi torpeza. Pero entonces me digo: «más suave, más suave», y me convenzo de que no vas a darte cuenta, y que continuarás adormilada, quieta, sin temblores.
Mi táctica es quererte. Sin embargo, renuncio a demostrártelo en esas madrugadas en que el temor a deshacer tu sueño puede más que mi deseo. Te dejo ahí, te dejo en paz, me recuesto a la almohada y espero por el sol.
¿Sabes más? Duermes lindo. Muy lindo. Pones un ala bajo la cabeza, extiendes la otra, y tu pelo —tus largas plumas negras— te oscurece la espalda, se alborota con el ventilador y baila como una dilatada caballería de nubios. Yo te miro —desde la frialdad de mi proximidad, te miro—, y no atino a otra cosa que a creerme que baila para mí.
Eres ajena a ese festejo. Estás rendida, y mi insomnio de amante acalorado se entretiene en trazarte carreteras con el índice. Da la impresión, a veces, de que a tu boca llega una sonrisa —casi un boceto de sonrisa—, y yo me espanto, detengo el cosquilleo y aguardo un rato, de manera que el agua no desborde tu ensueño.
Pero hay un momento en que pierdo la paciencia y me dejo dormir, esperanzado con que amanezca pronto. Y amanece, me inclino sobre ti, te riego un beso, y tus ojos regresan a la vida, y hay como un ruido de aguas procelosas.
Despierta ya. Despierta. Me haces falta despierta.