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La tierra en el colimador

El problema rural marca el surgimiento del conflicto armado en Colombia y persiste como un elemento de injusticia social en la nación andina

Autor:

Marina Menéndez Quintero

Elemento esencial para entender la Colombia de hoy porque está en la génesis del conflicto armado, a nadie debe sorprender que el acceso y uso de la tierra figure como parte del primer punto de la agenda con que vuelven a la mesa de diálogo el Gobierno colombiano y las guerrilleras FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo).

Calificado por algún observador colombiano como «la prueba de fuego» de las conversaciones, el asunto de la tierra se revela, precisamente, como una de las razones para que se hable de inequidad en la nación andina.

Según el Informe Nacional de Desarrollo Humano elaborado en 2011 por el PNUD (Programa de la ONU para el Desarrollo), al comenzar ese año se registraba en ese país lo que califica como un «índice alarmante de concentración de la tierra», en tanto el 64 por ciento del campesinado se encontraba en situación de pobreza, con 3,6 millones de desplazados de sus lugares de origen en los últimos tres años, aunque otras fuentes ubiquen la cifra de quienes han sido sacados de sus territorios entre los cinco y seis millones de personas.

Los estudios del PNUD ubican el parámetro Gini (que mide el grado de concentración, en este caso, de propiedad de la tierra), en 0,875: un promedio que —dice— ya era muy alto —peor mientras más se acerca al número uno—… y que en los últimos meses siguió creciendo.

Según las cuentas del economista colombiano Ricardo Bonilla, del Centro de Investigaciones para el Desarrollo de la Universidad Nacional (CID), un índice tan abstracto como el Gini podría ser entendido así: tres millones de familias colombianas poseen apenas cinco millones de hectáreas; mientras, en el otro extremo, un grupo de 3 000 propietarios disfrutan 40 millones de hectáreas.

Entrevistado por el diario colombiano El Tiempo, Bonilla se refirió a otros estudios del PNUD que ubican a Colombia, en general, como el tercer país más desigual entre 129 estudiados y solo por debajo de Haití y Angola.

Las evidencias son visibles cuando se sabe que el diez por ciento más rico de los colombianos (que son hoy 4,6 millones) posee el 45 por ciento de la riqueza. «Si le sumamos a los segundos más ricos —en total, nueve millones, explicó Bonilla— ambos concentran el 61 por ciento de la riqueza. Esto quiere decir que los 37 millones de colombianos restantes solo tienen acceso al 39 por ciento de ella.

Empero, el economista consideró que la desigualdad en la distribución de la tierra está entre los cuatros motivos principales para que la brecha de inequidad general en Colombia sea tan alta.

«En términos de desarrollo humano, la meta social más importante de Colombia en el mediano y el largo plazo es la democratización y modernización de la sociedad rural», escribió también, recientemente, el representante del PNUD para Colombia, Bruno Moro, reforzando la tesis.

El Gobierno del presidente Juan Manuel Santos presentó este verano un proyecto de ley para el Desarrollo Rural que ha sido objeto de debate entre los distintos sectores sociales y que, según publicó el domingo El Tiempo, será una suerte de brújula que guiará al ejecutivo en la mesa negociadora.

Movimientos sociales del agro consideran que la legislación no sería suficiente para resolver totalmente el problema del campo; le señalan su escaso alcance y proponen proyectos alternativos, en tanto otros como el ex viceministro de la Agricultura, Luis Arango Nieto,  enaltecen su enfoque territorial que, afirma, implicaría la construcción de una política de forma colegiada, además de incluir las esferas de salud, saneamiento, nutrición, conectividad, educación, cultura, recreación, capital humano, seguridad social, vías, energía y comunicaciones.

Algunos, como Moro, remarcan la legislación como una oportunidad clave para el diálogo en torno a la reconstrucción de la democracia en el campo y a la urgencia de un orden social incluyente.

En opinión de sus expertos, la desigualdad rural es consecuencia de las políticas públicas, de la operación de las fuerzas del mercado, del narcotráfico y la actuación de grupos armados por fuera de la ley, de la cultura de rápido enriquecimiento y la avidez de renta, y de un proceso histórico.

El campesinado se levanta

La injusta tenencia de la tierra fue el eje de los primeros levantamientos rurales en el campo colombiano, surgidos por la urgencia de sobrevivir y como mera forma de defensa.

En el año 1936, con los liberales en el poder y como parte de todo un paquete reformista que se propuso cambios en la política tributaria, la educación, la esfera laboral y también en el poder legislativo, se decretó una reforma agraria sin grandes aspiraciones que, no obstante, disponía que la tierra era de quien la trabajaba.

Se distribuyeron algunas parcelas, pero la renuencia conservadora y de los terratenientes hizo que fuera suspendida en 1944.

En opinión del filósofo e historiador colombiano Alfredo Camelo, para la segunda mitad del siglo XIX Colombia «padecía las penurias de la miseria y el atraso como legado de la sórdida sociedad señorial basada en la propiedad territorial heredada por una minúscula dinastía vinculada por la sangre familiar, las clientelas políticas y las prerrogativas de la tradición».

Así, el problema de la tierra aparece en el vórtice de lo que el sociólogo colombiano A. Molano considera «el verdadero movimiento armado de oposición» que surge entonces, más allá de la rivalidad política entre liberales y conservadores que azotaba al entramado político, y que llegó a las armas.

La lucha del indio por la tierra, la de los campesinos, recuerda, emerge como movimiento social en 1936, con la ley de reforma agraria y la función social de la propiedad. «Cuando se desconoce esta función social o se debilita, en 1944, comienza el movimiento a adquirir fuerza», asegura.

En ese contexto, cuatro años después, el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán para impedir su acceso a la presidencia y el truncamiento de su programa popular, no solo desbordan a las masas en Bogotá. El repudio ante el crimen se extiende a todo el país, y recrudece la situación en los campos.

Se desata la represión contra los liberales, que se refugian en el monte para huir de los grupos armados formados por los conservadores y conocidos como «pájaros» o «chulavitas».

En el medio de la disputa, el campesinado, víctima de los atropellos de los bandos en pugna, no tuvo otra alternativa que buscar sus resortes para protegerse del vandalismo y sobrevivir.

«Había que armarse con lo que “juera” posible para defenderse. Nos organizamos para defender la vida», narró a esta periodista, hace ya algunos años, un contemporáneo y compañero de luchas del fallecido fundador y líder de las FARC-EP, Manuel Marulanda.

Ese fue el origen de los grupos campesinos que empiezan a nuclearse en las zonas rurales desde fines del año 1949, quienes van adquiriendo un sentido de pertenencia ajeno a la tradicional pugna entre el Partido Liberal y el Conservador.

«Había que defenderse de la política de los latifundistas que estaban atropellando a los campesinos, explotándolos en la recolección de café, impidiéndoles sembrar un pedazo de tierra para tener sus cosechas. Los campesinos se organizaron e invadieron tierras para formar una parcela, un rancho.

«Y los latifundistas adelantaron una política de represión contra ellos que fue apoyada por el Gobierno. Es cuando los campesinos abrazan la consigna de la autodefensa de masas: ahí militaba todo el mundo, no importaba la edad. La finalidad era vigilar; el “cuido” colectivo, y la solidaridad entre los vecinos», contaba el ex guerrillero.

«Repúblicas independientes» fueron llamadas las comunidades de campesinos desplazados de sus lugares de origen por la acción de las bandas liberales y los «chulavitas» conservadores: colectivos que no surgieron para tomar el poder, sino para defenderse de la persecución de que fueron objeto. Sin embargo, se les presentó como focos rebeldes.

A la luz de los años, no pocos identificaron aquella cruzada contra los asentamientos como parte de una estrategia acorde con la naciente teoría de guerra preventiva dictada desde Estados Unidos, y sus temores de que aquellos núcleos rurales de resistencia amenazasen el statu quo.

Aunque algunos estaban dirigidos por el Partido Comunista, las denominadas «repúblicas independientes» solo buscaban la autodefensa. Según Camelo, eran grupos «que se iban marginando de la vida política y de la vida económica, porque eran excluidos por el sistema».

El propósito de la burguesía era descabezar el incipiente movimiento agrario que se gestaba, pero logró todo lo contrario. En ese escenario se inscribe la masacre de Marquetalia y, posteriormente, el surgimiento en 1964 de las FARC-EP, así como de otros grupos guerrilleros, que nacen para la autodefensa y para reclamar su derecho a la tierra.

Es la historia. Y ella define, hasta hoy, las esencias del conflicto armado.

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