Entre la pérdida de la cordura y la búsqueda de una razón lo suficientemente poderosa como para justificar la inmolación, caminan algunos de los personajes principales de una película que se atreve a retar las certezas más íntimas del espectador. Autor: Pablo Fernández Publicado: 21/09/2017 | 06:06 pm
Ya es un hecho. La pared de las palabras, el más reciente filme de Fernando Pérez, nunca se convertirá en un éxito de taquilla ni provocará las ovaciones prolongadas y las crónicas encomiásticas ni ganará los sorprendentes reconocimientos que en su momento suscitaron Clandestinos (1988), Suite Habana (2003) y José Martí: el ojo del canario (2010). Porque el reciente estreno del cine cubano clasifica, junto con La vida es silbar (1998) y Madrigal (2007), entre las películas polémicas, o difíciles, de un autor que jamás se ha instalado cómodamente a la sombra de sus triunfos y ha preferido el riesgo de transitar los angostos caminos de la constante renovación.
Desde las silenciosas angustias de sus personajes solitarios, y los contrastes entre los tonos terrosos y la gravedad del azul marino, Fernando Pérez discursa sobre los sentidos posibles e imposibles del sufrimiento y el sacrificio, dos de las claves del melodrama, pero el tono pausado, seco, cuestionador, exento de apoyos musicales notables o de grandes gestos ineludiblemente enternecedores, se distancia de la propensión a lo lastimero y de la empatía forzosa que caracterizan al género donde se afilian la mayor parte de las telenovelas y algunos clásicos del cine.
Entre la pérdida de la cordura y la búsqueda de una razón lo suficientemente poderosa como para justificar la inmolación, caminan algunos de los personajes principales de una película que se atreve a retar las certezas más íntimas del espectador —y quizá así se explique el desconcierto de cierto sector del público— y lo conmina a preguntarse sobre el sentido de una abnegación por lo regular considerada valerosa, y sobre la comprometida analogía entre sacrificio generoso y obcecación con ribetes demenciales. Es natural que los aficionados al costumbrismo chato y la oratoria emotiva retrocedan espantados, o se queden paralizados, ante tamaños cuestionamientos.
Al igual que con Hello Hemingway o Madagascar, el nuevo filme de Fernando Pérez se afilia a la tendencia intimista de lecturas sociológicas cuando esboza conflictos de intereses, o generados por la falta de comunicación, al interior de una familia, y en la nueva propuesta del director la trama refracta la socorrida ausencia de sintonía entre los valores de estos protagonistas, padres o hijos, y las razones de la comunidad. (La madre continúa con su quijotesca, desesperada dedicación en contra de todo lo que parezca indicar la razón pura).
Desde las primeras secuencias, hasta el final, se alternan las dos líneas dramáticas que gobiernan una trama coherente polarizada por la institución siquiátrica cercada por una ciudad ruidosa y sucia, y la familia desolada, descentrada, por la enfermedad del hijo y la migración de la abuela. De este modo se evidencia la vocación metafórica, trascendente —no trascendentalista— de una película cuyos índices de sentido alcanzan mucha mayor altura que la lúgubre exposición del martirologio materno o el sondeo de la compasión del espectador ante la enfermedad incurable.
Hay muchos otros momentos en que la fotografía (Raúl Perez Ureta), la dirección de arte (Erick Grass) y los actores parecen sobrevolar el invariable vía crucis de los personajes para componer metáforas de mayor resonancia. Aquí aparece nuevamente el contraste entre interiores umbríos y exteriores saturados de luz, la búsqueda de una realización personal improbable en un contexto erosionado y extenuante, el monótono-eterno tren que ha devenido leit motiv en varios filmes de Fernando Pérez, el imperativo emancipador (y erótico) del ser humano más allá de los dictados de la razón, de las apariencias o los prejuicios…
Lamentablemente, el sonido es muy defectuoso y los abundantes giros poéticos a veces se distancian de la respiración natural de la historia, pues no siempre derivan de la belleza indiscutible impuesta por esos planos generales que recalcan la pequeñez de algunos personajes, escoriados a la orilla del mar. Además, algunas situaciones dramáticas resultan forzadas, a pesar de estar concebidas con el noble propósito de validar la consternación, y el sacrificio generoso por los otros, en tanto credenciales para alcanzar la trascendencia. La extrema vulnerabilidad de esta familia y de los pacientes del hospital los coloca al borde del grito o la lágrima, y en ese contexto molestan personajes como el funcionario esquemático del hospital, contrapuesto al chofer buenazo y altruista, o el colorido descentramiento interpretado por Laura de la Uz. A pesar de estar excelentemente actuado, las acciones de este personaje resultan a veces artificiosas, como un intento por reanimar a fuerza de peripecias excéntricas, el sombrío panorama.
Sin embargo, las desproporciones y hasta exabruptos de esta película mayormente se articulan con el naturalismo delirante que domina en un filme imperfecto, adolorido y franco como pocas producciones del cine cubano durante la última década. Además, la cinta cuenta con muchas otras virtudes, entre otras, el regalo de dos interpretaciones descomunales de Isabel Santos y Laura de la Uz, a quienes les tocaba respectivamente el desborde y la contención en Vestido de novia. Ahora, intercambian tales estilos y la primera se dedica a expresar en detalle el obstinado apagamiento de su virtud, el descenso a los abismos marinos (en sentido literal y figurado) mientras que Laura de la Uz se las arregla para mantener un estricto control sobre un personaje por definición descontrolado, que se mueve entre la euforia, la frustración y el caos.
Jorge Perugorría entrega una de sus actuaciones más complejas y delicadas, y su desempeño aparece realzado por participaciones tan naturales y encomiables como la de Ana Gloria Buduén en el papel de la enfermera. Verónica Lynn mantiene un tono bastante fuera de lugar (quizá justificable desde la exterioridad de su personaje) mientras que a Carlos Enrique Almirante le falta fuerza, y recursos expresivos adecuados, en las escenas más dramáticas, y por si fuera poco ostenta un aire playero y sonriente que parece importado de otra película.
La pared de las palabras encontrará su público, aunque deba decirse que el filme más personal, casi confesional, del respetado director tampoco está concebido para abarrotar taquillas. Y ya se sabe que la franqueza, cuando se vincula al pudor, suele estar formulada en susurros que requieren un oído atento y afinado, dispuesto a escuchar incluso las frases incomprensibles, y a sobreentender el temor, la angustia y el fracaso. Tal vez sea preciso recordar que tales conceptos también merecen expresión cinematográfica cabal, a la manera de Fernando Pérez.