Luis Burgos delante de su obra: La última cena «cubana». Autor: Juventud Rebelde Publicado: 21/09/2017 | 05:56 pm
En un entorno casual, a la sombra que a mitad del día procura una vid habanera, converso con Luis Burgos. El pintor de La Rioja, la «capital» ibérica del vino, llegó a Cuba seis meses atrás con la idea de curarse del «apagón creativo» que venía padeciendo. Este tiempo en la Isla ha sido suficiente: ha pintado más de una veintena de obras entre la estrechez y el calor de un balcón del Vedado; todas ellas «contagiadas de la energía de la ciudad y de la gente de aquí».
Además de ser uno de los más conocidos representantes de las artes plásticas en La Rioja, Luis Burgos ha expuesto en más de una decena de ciudades españolas, entre ellas Barcelona y Madrid. También ha realizado exposiciones en Bélgica (Bruselas y Gante), Francia (Tarbes), Inglaterra (Londres), Estados Unidos (tres muestras en Nueva York), China (Shangai) y Cuba (La Habana).
El diálogo fluye enrumbado por la sencillez de este hombre que evade todas las formas de teorización del arte que practica desde muy joven. Ahora se aproxima a los 60 años y no pretende más que circunscribir su oficio a una necesidad que le impone el amanecer de cada día.
«Me levanto a las siete de la mañana y pinto hasta las 11. Luego, me voy a sentir el lugar donde estoy. Como en Cuba, he pasado largas temporadas en Nueva York y Pekín. Aquí cojo un carro y me bajo en La Habana Vieja en busca de satisfacer mi insaciable necesidad de captar la energía, las actitudes y esencias de la gente; sus formas de resolver los problemas cotidianos de la vida, iguales pero diferentes en todos los sitios en los que he estado.
«En La Habana, he compartido con el carpintero, el casero, el que coge la guitarra y se va al Malecón. Cuando te metes en sus mundos, aprendes cómo se vive y te integras al grupo. Percibir que no somos ni más ni menos que nadie y que la gente es buena o mala según las circunstancias, enriquece».
De ese «hurgar en el alma de las personas» nacen los personajes que pinta Luis Burgos. Pero como son «circunstanciales», no tiene preferencia por ninguno. En su obra, no hay arquetipos, «es así de simple». No boceta. Va pintando y si no le funciona «borra» y empieza de nuevo.
«Es una lucha conmigo mismo. La pintura es una de las maneras que tengo para exteriorizarme. Malo o bueno soy pintor, siempre. No lo descubrí como San Pablo, que vio una luz y se cayó del caballo. Lo supe poco a poco, hasta que a los 20 años, en el continuo descartar de esto y aquello, me dije, soy pintor, no puedo ser otra cosa.
«Desde entonces, el tiempo de crear es mi espacio sagrado, el sentido de mi vida, aunque no me gusta ir por ahí de pintor ni de artista».
Luis es el único creador plástico de su estirpe. Viene de una familia de labradores y ni siquiera su hijo heredó este don que le ha llevado de la mano. En su camino, como en todos, no han faltado las bifurcaciones, en las que se han conjugado certezas y casualidades. En ocasiones, cuando ha intentado apartarse de la pintura, siempre alguien lo ha animado a volver. Así fue desde el principio.
En 1978 hizo su primera exposición. «Fue horrible». Años antes, marcado por la influencia de Dalí, se había montado un estudio con unas muñecas sin ojos. «De esa manera no convencía a mis padres. No entendían que no estudiara y que hiciera aquellas cosas macabras».
Un contacto posterior con el restaurador Arnaldo Lodosa, de quien recibió clases personalizadas durante un año y medio, le permitió aprender la técnica y los valores del pintor: «puede servirte para encontrarte a ti mismo; tienes que ser honesto con lo que haces, no debes pedirle nada y tienes que estarle agradecido por haber encontrado el sentido de tu vida».
«En ese momento es que por primera vez tengo la certeza de que seguiría pintando y si mi obra no le gustara a nadie no iba a enseñar los cuadros. Entonces, ya tenía las herramientas, el conocimiento de cómo funciona la pintura, tanto técnica como espiritualmente».
Sin preferencia por algún color en específico Luis Burgos abre los botes de pintura y va directo a las pinceladas, a la zona donde quiere pintar. Le gustan los rojos, los azules, los verdes, los amarillos… Elige el que necesita, y punto.
Amante de los retos asumió en los últimos tiempos dos proyectos de apropiaciones que considera «desafiantes»: Las Meninas y La última cena. El primero lo emprendió en el pueblo riojano de Varea, donde ha vivido siempre y tiene su estudio. Consistió en una representación personal de la obra de Velázquez. Su obra fue expuesta en Logroño, capital de la citada comunidad autónoma, y próximamente será presentada en Madrid. El segundo, cuya idea había gestado antes, nació en Cuba.
«Pintarla ha sido una locura en tiempo y espacio. La hice en unos tres meses y mide 6.50 por 2.20 metros. Es un cuadro enorme. Esta «última cena», está compuesta por 12 retratos de cubanos. Fue una de las excusas para venir a la Isla y ahí está, aunque la había olvidado completamente durante los primeros días de estancia aquí compartidos con mi amigo, el fotógrafo Alfredo Iglesias que me propuso hacer las instantáneas para ese proyecto y hace unos días lo he concluido».
—Tus personajes, cubanos, chinos o españoles, ¿siempre están tranquilos?
—Tranquilos pero inquietantes porque me baso en las miradas. Una mirada poderosa dice mucho. Si la obra no se queda en una mera imagen y el espectador logra ver en su interior, entonces he conseguido trasmitir mi mensaje.
—¿Son felices?
—Es su problema. El mío es pintar.