La gran lección de la historia cubana no es la del fracaso insistente, sino la de la resurrección. Autor: Adán Iglesias Publicado: 21/07/2020 | 10:52 pm
Aunque no son las precipitaciones las que distingan el actuar político cubano, sino más bien la mesura y prudencia, cuestionada en años recientes por tirios y troyanos, no faltan quienes advierten, con su sal y su pimienta, que ahora sí lo estamos haciendo.
Claro que no se refieren a esa relación inquietante entre política y velocidad que caracterizaron, hasta hoy, los cambios que comenzaron al calor de la actualización y terminaron en los reconstruidos Lineamientos de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución del 7mo. Congreso, la Conceptualización del Modelo Económico y Social Cubano de Desarrollo socialista y las Bases del Plan Nacional de Desarrollo Económico y Social hasta el 2030.
Quienes sacan de los gaveteros manipulativos las precipitaciones, tras las medidas del Ejecutivo nacional para incentivar la economía y enfrentar la crisis mundial pos-COVID-19, no se refieren a los pies necesarios sobre el acelerador de las transformaciones —como tanto se ha deseado con buena vibra—, sino al destino que pretenden que estas nos deparen.
Lo que les interesa no es presionar para que nos movamos con agilidad y precisión en el sentido económico y social correcto, sino llamar la atención de que vamos a toda carrera marcha atrás: de cabeza a la precipitación definitiva hacia ese abismo que, al parecer, siempre rondamos y tantas veces esquivamos.
Para lograr su propósito frotan, entusiasmados —como ánfora maligna—, entre otras disposiciones, la de adicionar la comercialización de alimentos y otros bienes de primera necesidad al sistema de venta de equipos eléctricos y artículos que ya se había aprobado antes de la mortífera expansión del coronavirus, y que para entonces no respondía a las mismas urgencias de este momento.
Lo que molesta realmente es que la Revolución se mueva a contracorriente de sus presagios. Atontados por la contundente respuesta a la pandemia de la Covid-19, al punto de que por estos días Cuba se ha convertido en uno de los países en aplanar más rotundamente su curva, enfocan sus preludios a la imposibilidad de que podamos soportar la crisis económica mundial, que ya algunos predicen será como la «madre de todas las crisis».
Aspiran a que lo que no pudo la fatalidad del virus en el archipiélago lo logre la inanición. Por ello no sufren por la escasez y las colas extenuantes que padecemos, que propagan a los cuatro vientos mediáticos como fuegos de pirotecnia, precisamente porque temen que las consecuencias explosivas que esperan de esa situación se les desvanezcan con el diseño anticrisis trazado por el Gobierno Revolucionario.
De otra forma, cómo podríamos entender su insistencia propagandística en un país quebrado, con un sistema económico inviable, impuesto por una dictadura represiva, empobrecedora y paralizante, mientras meten perversamente para la trastienda el bloqueo criminal y sus derivados.
Al recurrir al nombrado período especial como el fantasma político de turno, olvidan que aunque lo más publicitado de esa etapa es la agonía soportada con poética y dolorosa entereza por los cubanos, pueden hacerse otras lecturas, como la de un pueblo cuya épica lo consigna a la salvación de su destino y a hacer de este algo mucho más promisorio.
Miremos nuestro pasado, si se quiere, para comprobarlo: El revés costoso de Céspedes en el primer combate, la muerte temprana de Martí, el infortunio de Alegría de Pío, la Revolución del 30 que se fue a bolina, la frustración táctica de las acciones del 26 de julio de 1953…
La gran lección de la historia cubana no es la del fracaso insistente, sino la de la resurrección, la de la regeneración persistente, creciente y continua.
Nuestra salvación como pueblo está en esa constancia regenerativa, en esa comprensión de que la Revolución que comenzó con Carlos Manuel de Céspedes en 1868 y despertó en el Centenario de José Martí en los muros de los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, llevando sobre sus hombros tantos mártires como obstáculos, alcanzó la victoria, pero están pendientes muchos de los contornos definitivos del triunfo, parte de los cuales dependen de la intrepidez, profundidad y rapidez con que nos dispongamos a cumplir los cambios previstos.
Lo anterior ofrece relevancia al hecho de que, aunque se suspendieran las actividades centrales por el 26 de Julio, por decisión del Buró Político del Partido, el anunciado paquete de medidas es la gran celebración, el convite magnífico para una fecha en la que volvemos a requerir de toda la fuerza apostólica de los cubanos para sobreponernos a la adversidad y salir airosos.
Eso lo aprendemos mejor en los últimos tiempos. Ya en las vísperas del 26 de julio de 2019, cuando hasta cierta sicología social se resignaba a que ese no era el momento para aspiraciones largamente postergadas, ante los duros apretones de tuerca imperiales, como el de impedir la entrada de barcos de combustible, ocurrió el sacudón que terminó con un inesperado incremento de salarios en el sector presupuestado.
No será fácil desplazar la inercia y la desmovilización por nuevos y atrevidos incentivos, al igual que superar los rastros costosos de deformaciones estructurales y de crisis continuada, pero el triunfo definitivo requiere avanzar hacia el país que queremos y diseñamos, sin resignarnos al que nos impusieron las circunstancias y otras villanías externas e internas.
Ese y no otro es el bendito destino al que debemos precipitarnos, mientras algunos nos empujan a sus abismos.