Lámpara donada por Marta a la Catedral de La Habana con motivo de la visita del Papa Francisco. Autor: Cortesía de la entrevistada Publicado: 21/09/2017 | 06:35 pm
«Apenas fui a la escuela, por la vida pobre y de trabajo de mi infancia. A los nueve años cargaba dos latas de agua para ganarme cinco centavos. ¡Desde entonces me valgo por mí misma!», comenta Marta Escobar, una de las más destacadas decoradoras y restauradoras de obras de arte en Cuba, en especial de lámparas.
Miembro de la Asociación Cubana de Artesanos y Artistas (ACAA) y del Registro Nacional del Creador de Obras de Artes Plásticas y Aplicadas del Ministerio de Cultura, Marta nos cuenta sobre su vida.
En 1989, una experta en Cartas Astrales —al conocer que nació a las 2:55 p.m. del sábado 19 de diciembre de 1942 y otros datos elementales— le dijo a Marta que no había nacido al mundo en Bayamo. Luego supo que fue en La Margarita de Cambute, en Santiago de Cuba.
La madre, Fredesbinda Aguilar, modista, y el padre, José Escobar, trabajador vinculado a las minas de oro y manganeso de Cambute, con dos meses de nacida la niña, se mudaron para Manopla, en tierra bayamesa.
«En 1954 fuimos para La Habana. Trabajé en una casa particular, lavando y limpiando, por 12 pesos al mes, hasta los 17 años, cuando triunfó la Revolución y entré a los Talleres de Cerámica de Cubanacán, donde pasé varios cursos de Artesanía y laboré cerca de Celia Sánchez, una mujer de gran humanismo.
«Allí hacíamos cerámicas que ella regalaba a personas destacadas. Me tomó afecto, se interesó por mi situación hogareña y por mi pequeña. Trabajé allí hasta que tuve al segundo de mis hijos.
«Recibí cursos con varios artistas sobre artesanía y cerámica, que me sirvieron para dedicarme a las lámparas, cuyas luces me deslumbran y seducen. De ellos aprendí todo y hasta llegaron a decir que su alumna los había superado. Uno de ellos, Malo de Molina, me impartió el curso más interesante.
«A la cerámica me dediqué de 1961 a 1971, junto a Rosa López, Fúster, Sosa Bravo y otros grandes artistas. Pero más me impactó decorar y restaurar obras de arte como las lámparas. En los años 80, al pasar otros cursos, comprendí que cada una de estas era un imán que me halaba como si yo fuera de hierro.
«Sí, construyo, decoro y restauro lámparas. Soy en eso una realizadora, restauradora y creadora de lo que se me ocurre. Obedezco a mi propia iniciativa… Pero no creo ser la reina en este trabajo, como alguien, en broma, me dijo un día. Solo le devuelvo el talante, la apariencia, el funcionamiento y las luces. Decoro y restauro integralmente piezas de arte de todo tipo, pero me especializo en las lámparas, antiguas o modernas».
Marta Ester dice pertenecer a un reducido grupo que realiza tan ardua tarea y sentir un orgullo profesional en acometerlo, nada más.
«¿Las lámparas más importantes? Son dos. La primera, la de la Catedral de La Habana, donada por México a Cuba en 1943. Con forma del vestido típico de la mujer mexicana, de 5,80 metros, cuatro toneladas de peso y 236 luces… En 1987 la restauré… Para eso vino a verme un grupo de obispos que mandó el Doctor Eusebio Leal, historiador de La Habana. Él les dijo que yo, con mi equipo —donde están mi hermano y mis hijos— podría acometer ese trabajo».
Leal conocía su trabajo en los hoteles Comodoro, Habana Libre y el Meliá; en Arenas Blancas, el Internacional y Cabañas del Sol, estos tres de Varadero. Ella decoró y restauró en el Hotel Nacional el Apartamento de la República y las suites 230 y 240. En el hotel Presidente los pisos del uno al diez. Y en el hotel Santa Isabel, la habitación donde se albergaron en su primera visita a Cuba el expresidente estadounidense James Carter y su esposa.
Eusebio Leal sabía que Marta decoraba y restauraba obras y piezas de arte en general, pero tal vez no tenía la certeza completa de que su plato fuerte eran las lámparas.
«La lámpara mexicana ya había que sustituirla; se le caían algunos cristales. Los especialistas extranjeros contactados cobraban muchísimo. Autoridades eclesiásticas fueron a verme. Les dije que haríamos el trabajo en un mes. Estaba segura de mi personal experto, pero no tanto de la magnitud del trabajo.
«Cuando las 236 luces se encendieron, sin faltar ni una, rodé hasta el suelo, abrazada a la columna donde me sostenía, y empecé a llorar por el éxito de mi equipo. Pedí al Cardenal que viniera y se emocionó muchísimo junto a unos obispos visitantes. Me dijo que el trabajo valía mucho más de lo que la Iglesia podía pagarme».
—¿Y la historia de la otra lámpara?
—¿La otra lámpara? Me pidieron una réplica de la lámpara existente en el Altar Mayor de la Catedral salvadoreña, puesto que vendría pronto su Santidad el Papa Francisco. Pero preferí crear otra. La hicimos en dos meses, a partir de una pieza que me regaló el día de mi cumpleaños Dulce María Loynaz y un pequeño niño Jesús que también me obsequió el arzobispo Carlos Manuel de Céspedes. «Esas piezas las reproduje. La del niño Jesús la hice en pasta y resina, 16 veces. Una lámpara de 3,26 metros de diámetro y 32 luces, para el Altar Mayor. Nos ayudaron varios escultores. ¡Con esos elementos, es única en su tipo en el mundo! La ACAA y yo la donamos.
«Pregunté a quien nos contrató si la lámpara le gustaba mucho o poco. Le dije que la llamé De Dios para Dios. La observó. Pensó unos minutos. Levantó la cabeza, me miró… y me dijo: “Marta… me gusta… ¡y mucho!”.
«¿Mis luces? Son sencillas y de gran espiritualidad. Todos los días las tengo y las veo… y las voy a tener mientras posea lucidez y fuerzas.
«¿Virtudes? A mis padres debo el existir. Lo demás lo heredé de mi querida abuela materna, Brígida Aguilar, noble, dueña de mi espíritu y experta comadrona. También debo mucho al sabio cariño de mis hijos Ervio y Ocilia; a mi hermano y a mi esposo Miguel Sebastián García Machín, fallecido el 24 de marzo de 2011.
«Mire, cuando trabajé en la restauración del hotel Presidente, José Luis Padrón, el presidente de Turohoteles, en público, afirmó: “Al fin alguien no nos engañó… e hizo mucho más de lo que dijo que iba a hacer”. Pero yo sola no dirigí aquello. Conmigo había una fuerte presencia espiritual que me guiaba los brazos, las manos, el cerebro y el corazón. Era el alma de mi abuela materna. Eso es todo lo que puedo decirle».