La naturaleza paisajística y humana de la Baracoa de hoy sigue atrayendo y apasionando a nuestros jóvenes. Autor: Julio Madrigal Publicado: 21/09/2017 | 05:12 pm
A mis nietos Ronaldo y Mavhys: Lo esencial es invisible a los ojos, solo puede verse con el corazón.
El camión apagó el motor a la orilla de la vía, en el Alto de Cotilla, y los muchachos quedaron sumergidos en medio de un panorama donde la transparencia y levedad del aire parecía irreal. Debajo, desde el acantilado que bordeaba el Viaducto de La Farola, una alfombra verde extendida hasta el horizonte estaba salpicada de elevaciones y de enormes palmares, que más parecían alfileteros a la distancia. Daban la bienvenida a las tierras de Baracoa a aquellos estudiantes que con los ojos muy abiertos, sin pronunciar una palabra y con la curiosidad de la primera vez, estaban descubriendo un pedazo de Cuba, que también era de ellos.
El encendido del motor rompió el hechizo y les recordó a los alfabetizadores que era 1962, con la Crisis de Octubre en su apogeo, y su destino, en las montañas de Baracoa, aún los esperaba.
El fuerte matachín
La bicentenaria fortaleza de Baracoa rezumaba humedad en sus galerías, pero les pareció ideal para sacar del cuerpo el estropeo del largo viaje en ómnibus y camión desde la capital. Una extensión eléctrica y un bombillo aparecieron por arte de magia y su tenue luz comenzó a dibujar formas chinescas en las paredes de aquel pabellón salpicado de aspilleras que permitían una vista de la costa y desde las cuales probablemente los lugareños defendieron la villa de piratas, o después, cuando las amenazas a Baracoa se agravaron por la guerra de la «Oreja de Jenkins» entre España e Inglaterra.
Las explosiones de risa por chistes sobre la falta de duchas en el fuerte, tanto para los conquistadores españoles como para ellos, fueron apagándose poco a poco, y casi simultáneamente a la puesta del Sol, 50 muchachos quedaron en silencio. Afuera, unos milicianos montaban guardia en el maleconcito contra los nuevos piratas que amenazaban las costas.
Cruzando el río
Levantarse de un salto, recoger, tomar el desayuno frugal, repartir unas latas de conserva y subir a un camión ZIL de guerra ya casi en marcha, puede hacerse en menos tiempo del que se demora en contarlo.
Atraviesan la ciudad al amanecer y desde las aceras los transeúntes los miran con curiosidad. Al salir al terraplén camino a Quiviján, una mujer al borde de la vía llama la atención de todos, tanto por sus ojos negros y su figura, como por la canasta de frutas que lleva bajo el brazo. Como si fuera la última vez que verán una imagen semejante, la siguen con la vista hasta que el polvo y la distancia la disuelven.
El río los sorprende. De pronto está ahí, atravesándose delante de ellos con un agua muy clara que deja ver las chinas pelonas del fondo. A la derecha, un puente destruido por el último ciclón. «A cruzar el río y cuídense mucho», se despide el chofer. El guía, un maestro voluntario del lugar, da sus primeras instrucciones, que serían las últimas, pues una vez que comienzan a subir lomas no se empatarán con él en todo el camino: «Son dos días de marcha, tenemos que subir y bajar tres montañas hasta llegar a un lugar que se llama Mal Nombre».
¿«Por qué le dicen así»?, pregunta uno. «En realidad cuentan que por estar un poco lejos, el verdadero nombre es El Carajo» —aclaró el guía— «pero como suena tan feo…», y todos se rieron pensando que era una broma. Muy pronto descubrieron que era verdad.
Las botas
Saliendo del río atacan enseguida la primera ladera, empinada y resbaladiza por las lluvias recientes. El grupo se estira y poco a poco es una fila muy larga que se pierde de vista en los recodos hasta un momento en que cada cual ajusta su paso al pequeño equipo del que comienza a formar parte para no sentirse solo en medio de aquella naturaleza exuberante. A la hora de marcha ya nadie tiene agua, la fatiga se hace presente… y entonces, al Flaco se le rompe una bota.
La suela totalmente desprendida no lo dejaba caminar. Se detuvo un instante y comprendió que así no llegaría nunca al punto donde teóricamente todos debían hacer noche. Con una tira de yagua intentó amarrarla, pero cuando ascendía, el lazo se corría hacia la punta y salía de la bota; cuando bajaba, el lazo se corría hacia atrás y la suela seguía impidiéndole avanzar al paso de todos. Alzó la vista y vio al grupo cómo se alejaba lentamente dejándolo atrás. «Aquí no hay un policía para preguntarle una dirección o qué camino tomar; si me quedo, me embarco» —pensó. Solo había una solución, seguir descalzo, y sin remordimientos tiró a un barranco aquellas botas, huérfanas de betún, pero muy cómodas y que tan bien le habían servido para desandar las avenidas de Miramar. Calzado con dos pares de medias rellenas de hierba, y una gran torta de fango bajo cada pie, corrió como pudo para dar alcance a sus compañeros que ya se habían perdido de vista en el trillo de montaña.
Sed
Sentían la lengua hinchada dentro de la boca y las pocas palabras que intercambiaban incluían siempre la mención al agua. Llevaban siete horas de marcha. Súbitamente Cepero se quitó la mochila y salió disparado atropelladamente. La causa de su carrera era una mata de cocos —una solitaria mata— que apareció a la vista. Un único coco estaba en el suelo, al pie del tronco, y Cepero se aferró a él con los ojos muy abiertos y una postura desafiante. Al pedido de que lo abriera y compartiera el agua, respondió con palabras fuertes y siguió su marcha, ahora con el coco debajo del brazo. Unos escasos 15 minutos después, en una de las muchas paradas que hacían para recuperar el aliento, se alejó del grupo y con un cuchillo comenzó a abrirlo, pero estaba seco. Ver llorar a un hombre en una situación como aquella resultó muy fuerte para todos.
Derrumbados a la orilla del camino, con la moral por el piso después de aquel incidente, no sabían cómo continuar. En ese momento apareció, subiendo la cuesta, un hombre delgado, de piel cetrina, con un pequeño bulto entre las manos. Cuando se acercó, el bulto resultó ser un recién nacido envuelto en una tela basta de cuadros violetas. Detrás, con paso lento, quien evidentemente era la madre de la criatura, mostraba un rostro pálido como huella inequívoca de un parto reciente.
Atónitos, los muchachos se miraron sin pronunciar palabras, se incorporaron de un salto y reiniciaron la caminata, y ahora —cosa rara—, el ritmo de la marcha para enfrentar la tremenda pendiente de la penúltima ascensión fue más vivo.
Con el toa no se puede
El grupo se había reducido a cuatro personas. Estaba oscuro y un aguacero descomunal hacía más penosa la marcha. Ni siquiera las frecuentes caídas motivaban risas o comentarios. Ya no pensaban, ni hablaban, ni sentían las piernas. Lo único que se podía hacer era dar un paso detrás del otro, procurando no separarse, pues lo más importante era adivinar las huellas de los que pasaron antes. Sintieron voces apagadas y ruidos de jarros y cucharas y comprendieron ¡al fin! que estaban llegando al esperado lugar, donde podrían beber agua, hacer noche, descansar y comer algo caliente antes de enfrentar la última jornada.
Al otro día comprobaron que más de la mitad del grupo no habían llegado al punto de reunión, y por tanto había pasado la noche acurrucados debajo de alguna yagua y calados por el agua a la orilla del camino; pero no se podía esperar por ellos. Reiniciaron la marcha aún de noche y a las cinco de la tarde llegaron a Mal Nombre. Una casa vivienda amplia, con su secadero de café y una docena de bohíos desperdigados por los alrededores, era el punto final de aquel viaje. Pronto los muchachos fueron distribuidos entre las familias campesinas de la zona y a la mañana siguiente se reunieron en un punto del río, que estaba al alcance de la mano para tomar su primer baño después de tres días. La fuerte corriente y el estrecho cauce en aquel lugar estimularon una competencia para ver quién lograba atravesarlo a nado. En las tres semanas que estuvieron intentándolo, nadie pudo con el río Toa.
Gaudo
«Ven a desayunar y recoge el hacha que está detrás de la cocina», le dijo el campesino con sequedad, al tiempo que se sentaba a la mesita de madera donde la esposa les había servido sendos platos de vianda. «Hoy vamos con Felipe a cortar unos palos al monte para el nuevo bohío que estoy levantando», precisó. Salieron y caminaron durante media hora hasta la casa de aquel vecino. Negarse a comer un segundo plato de viandas que Felipe ofreció con tan buena voluntad después de las presentaciones, hubiera sido casi un insulto, pero en la primera cuesta arriba, vomitó todo lo desayunado.
Nunca había usado un hacha en su vida y al primer molinete aparatoso de la herramienta sobre su cabeza, Gaudo se la quitó de las manos y empezó a darle una lección de cómo usarla. Dos días después de haber comenzado a cortar palos en el monte, tenía las manos deshechas, pero por pena y orgullo no se atrevía a comentarlo. Cada golpe de hacha sobre el tronco casi le sacaba lágrimas, que se tragaba en silencio por aquello de que los hombres no lloran. En su hamaca amarrada bajo el bohío nuevo a medio construir, se preguntaba cada noche por qué no se dedicarían a castrar panales de abeja, o a recoger viandas o café; cualquier cosa menos seguir con la maldita hacha.
Un domingo, repasándoles al campesino y a su mujer a la luz de una «chismosa», la cartilla de alfabetización, ella se percató del estado de las manos de aquel muchacho, pues casi no podía sostener el lápiz. «¡Por Dios, Gaudo, mira para eso!». El campesino las examinó con aparente indiferencia: «Orínatelas dos veces al día y verás cómo sanan», y así fue. «De cualquier forma —le explicó— ya la Luna no es buena para cortar árboles si no quieres que el comején o la pudrición te tumben la casa en menos de un año».
Le tomó más de una semana desentrañar la tosquedad de aquel campesino y descubrió que debajo de una coraza de supuesta indiferencia, Gaudo le estaba dando, con una pedagogía aprendida en aquellas lomas, un curso acelerado de vida, del cual nunca pudo prescindir. Cuando llegó el aviso de que debían prepararse para regresar a La Habana, aquellos muchachos eran los mismos, pero también eran otros. Ya correteaban las lomas que un mes antes los habían atormentado. Aprendieron con las montañas de Baracoa y su gente de la humildad y el trabajo, de la naturaleza y de la voluntad para vencerla. En definitiva, bajarían de las lomas siendo mejores personas y un poco más hombres.
*Redactor de la revista Mar y Pesca