Es esencial desarrollar la motivación de los niños, para que puedan adquirir seguridad en lo que hacen y pidan ayuda solo cuando la necesiten. Autor: Roberto Suárez Publicado: 21/09/2017 | 04:59 pm
Jugar, reír, llorar, relacionarnos, amar, crecer… Todas estas acciones componen el día a día de un niño, y van condicionando su personalidad, para formar parte de la sociedad. Sin embargo, muy pocas veces, de la mano de este aprendizaje instintivo, se incentiva también la inteligencia emocional, como una conducta asertiva que puede ayudar al pequeño a enfrentar las situaciones difíciles de la vida y sobreponerse a ellas.
Frecuentemente los padres tienden a brindarle una ayuda desmesurada, se anticipan a sus necesidades e incluso intuyen lo que él necesita, sin que llegue siquiera a expresarlo de una u otra forma.
La sobreprotección, la «malcriadez» y la dependencia excesiva a la que algunas familias someten a los pequeños dañan su autonomía y evitan que estos sean capaces de desarrollar su independencia sentimental, ser conscientes de sus deseos y conseguir sus metas.
Estudios realizados en el Viejo Continente señalan que el coeficiente de inteligencia ha aumentado en las últimas generaciones. Sin embargo, mientras los jóvenes parecen ser más audaces, las estadísticas de suicidios, trastornos mentales, promiscuidad y embarazos precoces, nos hacen pensar que, a su vez, pueden estar disminuyendo las capacidades emocionales y sociales.
¿Cómo preparar y enseñar a los niños a estar emocionalmente preparados para la vida? ¿Qué es la capacidad de controlar sus sentimientos? ¿Por qué la inteligencia emocional es tan necesaria para el desarrollo de su personalidad? La respuestas a estas interrogantes nos demuestran cuán imprescindible es el bienestar emocional de los más pequeños, tanto para su salud física como para su desarrollo intelectual y, sobre todo, para el alcance pleno de la felicidad.
¿Intelecto o emoción?
Las emociones son mecanismos de supervivencia. Más del 90 por ciento de la comunicación emocional se transmite en forma no verbal, según refiere Cristóbal Martínez, Doctor en Ciencias Médicas y jefe del Grupo Nacional de Psiquiatría Infanto-Juvenil de Cuba, en su libro Consideraciones sobre inteligencia emocional.
Ello puede ayudar mucho a los niños para comprender los sentimientos de los demás y reaccionar en forma apropiada.
Este tipo de inteligencia está descrita desde los años 90 del pasado siglo como la capacidad integrada por un sistema de actitudes y habilidades que le permiten a la persona aprender con sentido propio y creatividad las enseñanzas de los conflictos habituales, y buscar soluciones a las problemáticas.
En el texto referido se explica que tan importantes como las adquisiciones en la esfera intelectual, también lo son las del espacio afectivo, especialmente en la etapa de la infancia.
Desde su nacimiento, el pequeño tiene un equipo afectivo en formación. Algunas investigaciones han comprobado que en el interior de la madre, los fetos son capaces de captar los estados de ánimo de los adultos, y una vez nacidos pueden experimentar una clase de angustia empática.
El especialista describe que la primera manifestación de respuesta afectiva de un lactante es la sonrisa, la cual aparece generalmente después de las ocho semanas ante la presencia de un rostro humano, o un dibujo en el que se muestren ojos, nariz y boca en movimiento.
Con el paso del tiempo el niño comienza a imitar los gestos y las reacciones de sus padres y familiares más cercanos. Por ello es importante que en esta edad no vean rasgos negativos de la personalidad, como la posesividad, el egoísmo o los celos.
En este proceso de formación un sentimiento esencial es el amor —destaca el Doctor Martínez—. Si los niños sufren la falta de afecto de sus padres, sus relaciones se vuelven muy difíciles con el resto de las personas, se sienten excluidos y se vuelven incapaces de amar.
Otros dos elementos son la enseñanza y la disciplina. La primera supone un estímulo activo, mientras que la segunda implica obediencia y respeto. «Permitir al niño una válvula de escape para sus destrezas en desarrollo y sus sentimientos no significa que se le complazca y se le dé libertad ilimitada en todo cuanto quiera», aseguró.
Está demostrado que un niño criado sin disciplina solo posee una falsa libertad, pues sin la ayuda, la orientación de un adulto y el control de ellos, crece sin sujeción e inseguro.
Los padres, sin llegar al extremo, deben saber establecer los límites, pues si desde pequeños no se aprenden, lo más probable es que en la edad adulta surjan desajustes en la adaptación social.
Juego por la vida
En este proceso de aprendizaje emocional y conductual los padres y las personas que rodean al niño desempeñan un rol determinante. Es muy necesario que ellos cuenten con la suficiente información para poder desarrollar en sí mismos estas cualidades y hacer que los pequeños también las practiquen.
Los especialistas describen tres estilos de comportamiento muy habituales, pero inadecuados, por parte de los padres, la familia o la escuela: Ignorar completamente los sentimientos de los hijos, pensando que sus problemas son triviales y absurdos; el llamado estilo laissez-faire, en el que los padres sí se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero no les dan soluciones emocionales alternativas, y piensan que cualquier forma de manejar esas emociones inadecuadas es correcta; y menospreciar o no respetar sus sentimientos (por ejemplo, prohibiéndole que se enoje y siendo severos si se irritan).
Los terapeutas aconsejan, en cambio, dedicar un tiempo para jugar y hablar con los hijos y permitir que expresen también su opinión. El juego es la actividad propia de los niños; mediante este practican los modos de relación, aprenden a respetar y hacerse respetar, adquieren autoestima y estimulan su creatividad, por lo que constituye una fuente inigualable de experiencias sociales y emocionales.
Según señalan los psicólogos, el juego constituye ante todo un derecho y una necesidad psicológica que se debe garantizar e incentivar, pues tiene una función simbólica que ayuda a los pequeños a formarse un criterio propio y a establecer analogías con la vida. Es por eso que no se debe limitar, como un criterio educativo o castigo, una práctica muy común entre algunos padres.
No es cuestión de genes
Hay que tener claro que la inteligencia emocional no lleva una carga genética tan marcada, por lo que la simple naturaleza no determina las posibilidades de éxito en la vida. Existen estudios que plantean que, aunque los niños nacen con predisposiciones emocionales específicas, su sistema de circuitos cerebrales retiene cierto grado de plasticidad, por lo que son modificables.
Conocer las emociones y los sentimientos propios, manejarlos, reconocerlos, crear la propia motivación y gestionar las relaciones sociales, son actitudes y comportamientos de la vida que se forman durante el crecimiento, a partir de la interacción con el mundo exterior.
El primer paso será aprender a identificar y etiquetar las propias emociones, desarrollar un vocabulario sentimental, evaluar su intensidad y manejar estas reacciones, identificando maneras adecuadas de expresarlas.
Es importante que los niños comprendan la mutua relación entre pensamientos y conductas. Se tiene que desarrollar la motivación de cada uno, para que puedan adquirir seguridad en lo que hacen y pidan ayuda solo cuando la necesiten.
Lograr desarrollar en ellos las capacidades emocionales y sociales para que sean capaces de manejar el estrés de los tiempos modernos, que los hace propensos a la irritabilidad y la ira, es una premisa para ayudarles a ser felices.
Solo así podrán conocerse mejor, reconociendo cuáles son sus puntos fuertes y débiles; aprendiendo a quererse y aceptarse con independencia de sus errores, debilidades, rendimientos, y a no ser totalmente dependientes de las opiniones de los demás.