Lecturas
La estatua de Fernando VII, el rey felón, que se expone en uno de los laterales del Castillo de la Fuerza, se emplazó en 1834 en el centro de la Plaza de Armas.
El homenaje —diríamos mejor el guatacazo— fue idea de Claudio Martínez de Pinillos, conde de Villanueva, en tiempos en que desempeñaba la Intendencia general de Hacienda, cargo al que accedió en propiedad en 1826, y que detentó de manera consecutiva hasta 1851, cuando, llamado a Madrid, se le nombró Consejero de Ultramar. Pocos cubanos recibieron durante el siglo XIX tantos honores de la corona española como este habanero nacido en 1780. En reconocimiento a sus servicios mereció incluso la rara y codiciada Grandeza de España.
Expresa el historiador Emilio Roig que don Claudio, «tan progresista en cuanto a todo adelanto material se refiere, distaba mucho de serlo en cuanto a sus ideas políticas y sociales. En ello era en verdad un retrogrado…». Fue un defensor acérrimo de la esclavitud y un integrista decidido. Lo que quería para Cuba, lo quería para Cuba española, y sus grandes proyectos y realizaciones —propició la introducción del ferrocarril en la Isla— redundaban en su propio enriquecimiento.
Precisa Roig que «como había obtenido para Cuba ciertos beneficios bajo el régimen de Fernando VII, su adhesión a aquel repulsivo tirano no tuvo límites…». Dio el nombre del monarca al acueducto habanero.
La estatua de Fernando se erigió en la Plaza de Armas en el mismo período en que el Conde regalaba a la capital de la colonia la Fuente de la India o de La noble Habana (1837) y la Fuente de los leones (1836). Y aquí viene lo interesante. Cesó en 1898 la soberanía española sobre la Isla de Cuba, vino la intervención norteamericana (1899), se instauró la República (1902), volvió la intervención (1906) y otra vez la República (1909), y Fernando VII siguió encaramado en su pedestal de piedra de 3,20 metros hasta 1955, en que lo sustituyó la estatua de Carlos Manuel de Céspedes, de mármol blanco y tamaño heroico (2,38 metros), obra de Sergio López, que fue a ocupar el pedestal dejado por la imagen del monarca.
Fue el primer monumento que se erigió a Céspedes en La Habana. No el monumento que se merecía. No cuenta el Padre de la Patria, en esta capital, con un monumento digno de su grandeza.
La idea surgió en 1900 y se creó al efecto una comisión promonumento a Céspedes y Martí. Se erigiría solo el del Apóstol, en el Parque Central. El propósito se retomó en 1919, a iniciativa de Cosme de la Torriente, coronel del Ejército Libertador y en esos momentos secretario de Exteriores en el gabinete del presidente Menocal, y el Parlamento votó una ley en la que se consignaban 175 000 pesos para el monumento en cuestión. Nada se hizo. En 1923 la revista Cuba Contemporánea insistió en el asunto y, a propuesta de esa publicación, el Ayuntamiento dio el nombre de Carlos Manuel de Céspedes a la Plaza de Armas, todavía con el rey felón en su pedestal.
A partir de entonces, el Historiador de La Habana, delegados a los congresos nacionales de Historia, veteranos de la independencia, intelectuales y personalidades en general empezaron a abogar por el desplazamiento de la estatua de Fernando VII y la colocación, en su lugar, de la del Padre de la Patria.
Llegó el año 1952, y ante la celebración del aniversario 50 de la instauración de la República, la comisión organizadora de los festejos concedió un crédito de 10 000 pesos para erigir la estatua de Céspedes en su plaza. Nada se hizo hasta el año siguiente, cuando se convocó al concurso que ganó Sergio López. Aun así, habría que esperar a 1955 para que Fernando VII fuese retirado del lugar, y se colocara la estatua del Padre de la Patria el 27 de febrero, en ocasión del aniversario 81 de su muerte.
La estatua de don Fernando se conservó en el Museo de la Ciudad, sito entonces en el Palacio de Lombillo, en la Plaza de la Catedral, hasta que se colocó en los portales del Palacio de los Capitanes Generales, nueva sede del mencionado museo. De ahí pasó a los portales del Palacio del Segundo Cabo y un traslado más la llevó a la orilla del Castillo de la Fuerza, donde, a la intemperie, comparte espacio con la estatua de Carlos III.
Otra estatua viajera es la de Isabel II, hija de Fernando VII. En 1772, el capitán general Marqués de la Torre, que fue nuestro primer urbanista, dispuso el trazado de lo que sería el Paseo del Prado y que llegó a llamarse Alameda de Isabel II. En esa calle, frente al Teatro Tacón, se erigió en 1840 la estatua de la soberana. Era una pieza pequeña, en bronce, y, dice Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas, de escaso valor artístico.
La poco afortunada imagen estuvo en su sitio hasta 1857, cuando fue sustituida por otra de mármol de Carrara, obra magistral de famoso escultor Garbey, que mostraba a la reina en traje de corte; una imagen tan primorosa que parecía que los encajes del vestido volaban por encima del mármol.
La llamada Revolución Gloriosa de 1868 sacó del trono a Isabel, y españoles y criollos tomaban en La Habana la determinación de desmontar su imagen, que vieron erigir entre vivas y aplausos y que fue enviada a los fosos municipales. Allí estuvo hasta 1875, cuando un grupo de militares encabezados por nuestro viejo conocido Arsenio Martínez Campos restauró la monarquía y devolvió el trono a los Borbones en la persona de Alfonso XII, primogénito de Isabel. Entonces el elemento monárquico asentado en La Habana rescató de los fosos la estatua de la exsoberana, la limpió con esmero y volvió a situarla en el Parque Central. Sería por poco tiempo, pues de allí volvieron a desalojarla el 12 de marzo de 1899, cesada ya la soberanía española. El sitial lo ocuparía la estatua de José Martí, obra de ese artista olvidado que es el cubano Vilalta Saavedra, mientras que la imagen de Isabel iba a parar, cree el escribidor, al museo histórico de Cárdenas, que cuenta con piezas muy valiosas en sus fondos.
También han cambiado de ubicación a lo largo de los años la Fuente de la India, la Fuente de los Leones y la imagen de bulto de Carlos III. También la Fuente de Neptuno. De ellas, la de la India fue la más viajera de todas.
Se emplazó originalmente en un lugar muy próximo al que ocupa en la actualidad, frente a la puerta este del Campo de Marte, hoy Plaza de la Fraternidad. En 1841 la trasladaron a un sitio muy cercano, al final de la segunda sección de la Alameda del Prado, y en 1863, por acuerdo del Ayuntamiento, pasó al Parque Central hasta que en 1875 viajó a su lugar actual, pero mirando hacia el Campo de Marte, y en 1926 se le dio la posición que mantiene todavía.
La Fuente de los Leones estuvo emplazada en el Parque de Trillo y luego en la Plaza de la Fraternidad, hasta que volvió a su emplazamiento original en la Plaza de San Francisco. La Fuente de Neptuno, después de varios desplazamientos —llegó a estar en el parque Gonzalo de Quesada, mal conocido como Villalón, en Calzada y D, Vedado— volvió a la Avenida del Puerto. Data de 1838 y con ella el gobernador Miguel Tacón quiso congratular al Comercio habanero. En ella, Neptuno, en actitud meditativa, se apoya en su tridente y lleva dos delfines en la espalda. Tacón, sustituido en su alto cargo, no llegó a inaugurarla.
La estatua de Carlos III, con su mármol ya muy carcomido por el tiempo, es obra del español Cosme Velázquez, director de la Academia de Bellas Artes de Cádiz. Se develó el 4 de noviembre de 1803, en ocasión del cumpleaños del monarca, como un presente del pueblo de La Habana. Se ejecutó por cuestación popular. Se situó donde hoy se encuentra la Fuente de la India y más de 30 años después se colocó en la entrada del Paseo Militar o Paseo de Tacón, que terminó llamándose de Carlos III, y allí estuvo hasta su traslado a la Plaza de Armas. En ese paseo, cerca de Belascoaín, se conserva su pedestal vacío.