Lecturas
La champola es una bebida refrescante que se elabora con frutas anonáceas, como la guanábana, se endulza y después se revuelve antes de añadirle agua o leche, siempre frías.
Pues bien, ese refresco que, al decir del poeta José Lezama Lima, era el néctar de los dioses, se «inventó», aseguraba Federico Villoch en una de sus Viejas postales descoloridas, en la heladería de la calle Habana, que con el tiempo pasaría a llamarse El Anón del Prado, en virtud de su nueva ubicación.
Decía también el «postalista» que fue en el café La Puertorriqueña —cuya ubicación no ha podido precisar el escribidor— donde se impuso en La Habana la taza de café de a cinco centavos.
Eso ocurrió a comienzos del siglo XX. Pasaron los años y proliferaron en La Habana los puestos de café donde la taza se expedía a tres y a cinco quilitos. Esos «chorritos», como se les dio en llamar, llegaron a ser típicos en la ciudad; tanto que en 1957 el periodista Alfredo Núñez Pascual afirmaba que existían más de 2 500 de esos pequeños comercios, y advertía que esa cifra era fruto de un cálculo conservador.
Desplazaron al café tradicional, el identificado como café sin alcohol, casi siempre de esquina, tipo español con su alto mostrador de madera dura, las mesas con superficie de mármol, las sillas sólidas, un gran ventilador de techo —desesperadamente lento, que no echaba fresco, pero espantaba las moscas— y la infaltable escupidera metálica o de cristal grueso que, por muy extraño y antihigiénico que parezca, debía permanecer en un lugar visible, porque si no el inspector de Sanidad multaba al propietario.
Los chorritos eran, claro está, más sencillos. Se ubicaban en un pequeño local con el mostrador casi al borde de la acera o el portal, y se valían de la cafetera de vapor —las célebres cafeteras marca Nacional— para elaborar el producto que era la razón de ser del establecimiento. Cigarrillos en sus cajas o al menudeo y tabacos eran parte de la reducida oferta de esos comercios, que también, a veces, ofrecían unos pasteles deliciosos, casi siempre de carne o de guayaba, que se mantenían calientes en su vidriera eléctrica.
Era un negocio de centavos, pero negocio al fin, en una ciudad donde en ocasiones abrían sus puertas más de uno por cuadra, y llegaron a instalarse incluso en los zaguanes de casas antiguas.
Una libra de café, con la utilización del colador tradicional de tela, rendía unas 20 tazas, pero en una cafetera de vapor rendía unas cien. Tanto en los cafés tipo español como en los chorritos se usaban tazas de loza muy gruesa, anchas en la boca y estrechas debajo, con un fondo gordo, lo que hacía parecer que el líquido era más del que podía contener.
Eso sí, en cualquiera de esos establecimientos, fuera cual fuera su rango, la taza de café era acompañada con un vaso de agua fría. Para ambos regía la misma ordenanza sanitaria. El servicio debía retirarse del mostrador o de la mesa tan pronto el cliente concluyera el consumo. No hacerlo equivalía a una infracción.
Disponían esos establecimientos de dos fregaderos. En uno lleno de agua jabonosa se sumergía el recipiente sucio, que después se enjuagaba con agua corriente en el otro depósito.
En La Habana de ayer el café formaba parte del paisaje. Los había grandes y lujosos, y también modestos y democráticos cafetines. Algunos de ellos quedaron en la crónica por su oferta; otros por su clientela habitual o por el suceso, a veces trágico, con que se les asociaba.
Tal fue el caso de Felipe González, propietario del café Felipe, en el barrio de San Isidro, asesinado una noche para robarle su descomunal anillo de oro y brillantes. Y el del Salón H, en la desaparecida Manzana de Gómez, donde una noche a la vista de todos, después de una cena opípara, se envenenó con arsénico René López, el poeta de Barcos que pasan, por desavenencias con su padre.
Un café lleno a toda hora de oficiales del ejército español, y donde se reunía, se dice, la plana mayor de una tétrica Asociación del Cuchillo, organizada para cortarles la cabeza a los cubanos tan pronto saliera de la Isla el último soldado español.
En el portalito del café Los Voluntarios, contiguo al teatro Tacón, se veía un fuerte taburete en el que el general Juan Arolas, jefe de la plaza militar de La Habana en los años finales de la dominación española, se encaramaba para subirse al caballo y, con su tropa, recorrer el Paseo del Prado hasta La Punta. Su desmedida gordura le impedía montar como Dios manda.
Clientes asiduos de La Victoria, en la calle Muralla, eran Rafael Pérez Cabello (Zerep; Pérez al revés) y su inseparable Emilio Bobadilla (Fray Candil), famosos ya en el periodismo cubano de su tiempo. Mientras, en El Garibaldino, ubicado en el cruce de Teniente Rey y Aguiar, confraternizaban los miembros de las redacciones de dos periódicos rivales, el conservador La Unión Constitucional, y El País, de los autonomistas.
También allí, en tiempos de corridas de toros, Paco Díaz (Paco de Oro) redactaba de principio a fin un periódico taurino; y en la Bodega de Alonso, en Prado y Neptuno, se redactaba la revista La Cebolla, vocero de las prostitutas habaneras.
En El Paraíso, ubicado en San Lázaro, siempre rodeado de amigos —y explotadores— se veía con frecuencia a José de la Caridad Méndez, el Diamante Negro, pitcher del Almendares.
El café Brunet, en el vestíbulo del Tacón, sobresalía por sus mantecados y sus yemitas de huevo y coco. El Ariete, en la calle San Miguel, era famoso por sus bien servidas raciones de tasajo acompañadas con ñame y arroz con frijoles negros. Y por su arroz con pollo.
Lezama Lima solía frecuentar por las tardes La Lluvia de Oro, un café que todavía existe en la calle Obispo. En la misma calle, el café Europa fue famoso por sus pasteles. El desaparecido café Vista Alegre, en Belascoaín entre San Lázaro y Malecón, fue el cuartel general de Sindo Garay y otros célebres trovadores. Eladio Secades, sentado a una mesa del café del Palacio de los Gritos, en Concordia y Lucena, escribía a mano sus crónicas insuperables. En Las Columnas, antigua Bodega de Alonso, se deleitó García Lorca con una champola de guanábana una tarde de abril de 1930. Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Jacinto Benavente, Eduardo Zamacois, Luis Cardoza y Aragón y otras figuras extranjeras de las letras y el espectáculo visitaron el café del Teatro Alhambra, en Consulado y Virtudes. En el café Las Antillas, en la calle San Miguel, Luis Marré y Fayad Jamís intercambiaban sueños y poemas.
Políticos de las tendencias más diversas se daban cita por las tardes en Fraga y Vázquez, ubicado en 23 y 12, y por la noche ese café-restaurante se colmaba de actores, músicos, cantantes y vividores de toda laya.
Papas rellenas, las de El Faro, en Guanabacoa; y fritas, las de Sebastián Carro, en Zapata y Paseo. Muy demandados eran los chayotes rellenos de El Lazo de Oro, de San Lázaro y Hospital, y las galletas con tasajo de La Antigua Chiquita, de Carlos III.
El sándwich cubano —toda una denominación de origen— tuvo su meca en el café OK, en Zanja y Belascoaín, y también en la Bodega de Paco, en 23 y 8, en el Vedado. Ya en los años 60 la primacía de esos bocadillos se la llevaron El Asia, en el paradero de la Víbora; El Cangrejito, en Porvenir y C, y La Asunción, en Porvenir y Luyanó. También El Carmelo, de Calzada, La Pelota, en 23 y 12 y la cafetería La Alborada, del Hotel Nacional.
Eran los tiempos en que en las cartas de los restaurantes habaneros podía faltar cualquier plato menos la crema de queso, el fricasé de ternera y el cachelo con papas, insignia del Hotel Riviera. Hoy, en los jardines del Hotel Nacional se degusta un sándwich cubano de campeonato. Y muchos establecimientos no estatales abrieron sus puertas con buen café y sin escupideras.