Lecturas
El pueblo desborda la explanada del lado norte del Palacio Presidencial. Se expande por Malecón, San Lázaro, Zulueta, Trocadero… Por el Paseo del Prado la multitud pasa frente al Capitolio y llega hasta el Parque de la Fraternidad y la Calzada de Reina. El resto de La Habana parece una ciudad muerta, con las calles vacías. Llegan personas de otras provincias incluso, a veces a pie por carecer de medios de transporte.
En un momento dado los manifestantes desbordan el cordón de la fuerza pública, rompen las barreras de madera y llegan al borde mismo de la tribuna presidencial. Algunos periodistas extranjeros no pueden ocupar su sitio en las tribunas laterales pues la ciudadanía se desborda sobre estas. La plataforma donde se instalaron las cámaras de la televisión, se estremece ante el empuje popular. Escribía el periodista Enrique de la Osa, vívido cronista: «Había emoción, gratitud, asombro en el semblante de Fidel. Era evidente que ni aun en su inquebrantable fe en el pueblo, esperó una respuesta de tal naturaleza».
Se coloca Fidel ante los micrófonos. Dice en su discurso verdades como puños: mientras Batista estuvo en el poder ningún coro de voces indignadas condenó el saqueo y el crimen. Ahora difaman al pueblo de Cuba porque quiere ser libre, porque Cuba se convierte en un ejemplo para América. Este es el pueblo más noble y sensible de todos. Si aquí se comete una injusticia, el pueblo estaría contra esa injusticia. Si todos han estado de acuerdo con el castigo a los grandes culpables, es porque el castigo ha sido justo y merecido.
Decide Fidel poner a votación la política del Gobierno. Pide que levanten la mano los que aprueben la forma en que se comporta la justicia en Cuba. Comentaba el periodista Enrique de la Osa: «Antes de que terminara la frase ya se alzaba, como un resorte, la respuesta afirmativa. Eran cientos de miles de manos, no solo dentro del cuadro visual de la terraza norte (del Palacio Presidencial), sino por Malecón y Prado, en el parque Zayas, en el Parque Central, frente al Capitolio. A lo largo de la Isla, frente a las pantallas de televisión o junto a la radio, otros cinco millones de cubanos, simbólicamente, también dijeron ¡Sí!».
La misma noche de la concentración frente a Palacio, Fidel se reunía con los periodistas en el hotel Habana Hilton. Dijo: «Conocemos la mecánica mediante la cual determinados intereses influyen en las decisiones del Gobierno de Estados Unidos, preparando primero a la opinión pública de modo hostil a la Revolución Cubana, y luego demandando la actuación de aquel Gobierno».
Afirmó después: «Como no había por donde atacarnos, tenían que inventar esa calumnia. Había que aplastar a la Revolución Cubana y frustrarla. Nosotros no tenemos cables internacionales. A ustedes, los periodistas latinoamericanos, no les queda más remedio que aceptar lo que les diga el cable, que no es latinoamericano. La prensa de América Latina debiera estar en posesión de los medios que le permitan conocer la verdad y no ser víctimas de la mentira».
Entre los periodistas que seguían aquella noche las palabras del líder de la Revolución, estaban Jorge Ricardo Massetti y Carlos María Gutiérrez. Ambos son conocidos por los revolucionarios cubanos. Gutiérrez fue el primer periodista latinoamericano que subió a la Sierra Maestra en los días de la guerrilla. Masetti también lo hizo y a partir de sus observaciones, conversaciones y vivencias escribió su libro Los que luchan y los que lloran, calificado, en su momento, como la mayor hazaña individual del periodismo argentino. Entre los presentes está también García Márquez.
Cuando la intervención inicial del Comandante en Jefe en la conferencia de prensa da paso a las preguntas, alguien, presumiblemente Masetti, inquiere su opinión sobre la conveniencia de crear un servicio latinoamericano de noticias. Personalmente estoy dispuesto a hacer todo lo necesario para la buena información de los pueblos de América Latina, asegura el Jefe de la Revolución.
No era la primera vez que Fidel manejaba esa idea. El periodista Gabriel Molina precisa que una noche de 1956, en Nueva York, Fidel, que recorría entonces Estados Unidos recabando ayuda para la lucha, preguntó a Vicente Cubillas, corresponsal de la revista Bohemia y encargado de «cubrir» profesionalmente su recorrido, cuántos periodistas había en la ciudad.
«No sé, deben ser muchos, no sé exactamente cuántos… pero ¿para qué quieres saber eso?». Respuesta de Fidel: Para invitarlos a Cuba cuando triunfe la Revolución; voy a necesitarlos. Cubillas sonrió incrédulo. Se supone que algo sobre la agencia noticiosa conversaron Masetti y el Che en plena Sierra Maestra, y quizá no sea erróneo decir que el nombre se deriva de la llamada Agencia Latina que funcionó en la Argentina en tiempos de Perón.
Ese es el origen de Prensa Latina. Agencia Informativa Latinoamericana S. A., hace 62 años, en los días de la Operación Verdad.
Tres días pasó entonces Gabriel García Márquez en La Habana. La ciudad, con sus rascacielos, sus hoteles lujosos y cabarets rutilantes, mulatas barrocas y establecimientos comerciales con 20 kilómetros de vidrieras, se le antoja una ciudad irreal.
En su primera noche habanera vio cómo varios soldados rebeldes muertos de sed entraron por la primera puerta que encontraron, que era la de uno de los bares del hotel Habana Riviera. Querían solo un vaso de agua, pero el encargado del establecimiento, con los mejores modos de los que fue capaz, los puso de patitas en la calle. Miembros de la delegación venezolana, que siguieron la escena, los hicieron entrar de nuevo y los sentaron a su mesa.
Otro incidente lamentable ocurrió en la puerta del Habana Hilton. Allí un gigante rubio con uniforme de alamares y casco con penacho de plumas de mariscal inventado, y que hablaba una jerga de cubano cruzado con inglés de Miami, y que cumplía sin el menor escrúpulo su triste papel de cancerbero, tomó por las solapas a uno de los periodistas de la delegación venezolana, negro, y lo tiró en medio de la calle cuando se disponía a entrar en el hotel, lo que provocó la protesta de periodistas cubanos ante la gerencia del lugar.
Al día siguiente al del acto en el Palacio Presidencial, García Márquez y su compatriota y amigo, el también periodista Plinio Apuleyo Mendoza, asisten en la Ciudad Deportiva al juicio de Sosa Blanco. Ocupan asientos de primera fila, cerca del encartado. Conocida ya la sentencia, Plinio quiere tomarle una declaración, pero Sosa rehúsa hacer comentarios. Algunos periodistas insisten en visitar al condenado en su celda, en la prisión militar de la Cabaña, pero los colombianos se niegan a sumarse al grupo.
A la mañana siguiente, Amelia, la esposa del exoficial, junto con sus dos hijas gemelas de 12 años de edad, visitan el hotel donde se alojan los periodistas invitados. Quiere la señora que los reporteros firmen una petición de clemencia, y lo logra. La firman todos, sin excepción, también García Márquez, impulsado más por lástima hacia la familia y por su aversión insuperable hacia la pena de muerte, dicen los que lo conocieron, que porque le preocupara la equidad del proceso, pues se trató para él de una sentencia justa.
«Con posterioridad García Márquez comentó que ese acontecimiento cambió su idea para El otoño del patriarca, que ahora concebía como el juicio a un dictador recientemente derrocado, narrado a través de monólogos alrededor de un cadáver», escribió Gerard Martin, biógrafo del novelista.
Sosa Blanco había hecho que le llevaran a la prisión el par de zapatos que había adquirido para la celebración del fin de año y que no llegó a estrenarse. Pidió al sacerdote franciscano Javier Arzuaga, que oficiaba como párroco en el poblado de Casablanca y como capellán de la Cabaña, que lo inhumaran con ellos puestos. Llegado el momento, su último deseo fue el de bañarse, afeitarse y vestirse de limpio.
Lo condujeron al paredón con los zapatos nuevos. Pero ya allí pidió al sacerdote que se los quitara una vez muerto y se los diera a algún necesitado, pero «que tenga el pie grande, padre, pero grande», pues Sosa Blanco se mandaba una pata de campeonato.