Lecturas
Fundada el 16 de noviembre de 1519, La Habana, que hace unos días arribó a su cumpleaños 501, no tuvo título de ciudad hasta 1592 y demoraría aún más de 60 años para que se le concediese su escudo de armas. En efecto, no fue hasta el 30 de noviembre de 1665 cuando Mariana de Austria, viuda de Felipe IV y reina gobernadora de España, otorgó la merced del escudo, con lo que satisfacía el reclamo del cabildo habanero, guardián de los prestigios y las distinciones que iba mereciendo, primero la villa y luego la ciudad.
Su importancia se reconoció desde que el puerto de La Habana se convirtió en lugar de tránsito de las travesías entre España y América, y ya en 1532 era la villa la localidad más importante de la Isla. Entre 1537 y 1541 se organiza el sistema de flotas y La Habana se erige como punto de reunión de los convoyes. En 1561 el sistema queda establecido oficialmente. La ciudad se convierte en capital y en un foco de atracción para corsarios y piratas, lo que determina su fortificación. Ya, desde 1550, era residencia extraoficial del gobierno, residencia que se oficializaría en 1556. Dice el historiador Emilio Roig que a lo largo del siglo XVI, los pobladores de la villa apenas pudieron presagiar el brillante porvenir de la urbe ni se daban cuenta de las ventajas que su privilegiada posición geográfica proporcionaría a la ciudad.
Durante sus primeras dos décadas a partir de su ubicación a la vera del puerto llamado entonces de Carenas, La Habana no fue más que un pobre caserío de bohíos que se extendía desde el fondo de lo que sería el Castillo de la Fuerza hasta el lugar donde se erigiría la Lonja del Comercio. Para crecer, la ciudad fue apoderándose de montes que la circundaban y también de espacios ganados al mar. La plaza que entonces era el centro de la villa se situaba donde después se construyó La Fuerza. Fue trasladada a un sitio aún no precisado y, con el tiempo, encontró asiento definitivo en lo que es hoy la Plaza de Armas.
Desde allí irradió la población. Se extendió por las calles Oficios y Mercaderes. La calle Real (Muralla) era la salida al campo cuando se proseguía por el camino de San Antonio (Reina). Otra salida llevaba al torreón de la caleta de San Lázaro. En 1584 La Habana tenía cuatro calles, y Oficios era la más importante. Surgirían otras: la del Sumidero (O’Reilly), la del Basurero (Teniente Rey) y la de las Redes (Inquisidor).
La mayor parte de las casas de La Habana primitiva eran de tabla y guano, si bien hacia 1550 algunos vecinos ricos como Juan de Rojas y Diego de Soto construyeron sus viviendas de piedra y tejas.
La ciudad estaba rodeada de sitios que se dedicaban a la agricultura o a la cría de animales. Tala indiscriminada que obligaba a los habaneros a trasladarse a lugares cada vez más distantes cuando se disponían a construir o a reparar sus casas. Las personas que recibían solares para construir sus moradas debían acometerlas en un plazo de seis meses. Si no ejecutaban la obra en dicho término se les retiraba el permiso de fabricación, se les multaba y se les quitaba el terreno entregado.
En 1544 La Habana tenía 40 vecinos. El número de habitantes, sin embargo, no era tan bajo. Porque en ese tiempo, la población se dividía en vecinos, moradores y estantes. Los estantes equivalían a la población flotante. Eran los que vivían en la villa sin casa ni mujer ni hacienda ni padre ni madre. Los moradores tenían mayor estabilidad y el deseo de quedar establecidos como vecinos, en tanto que estos residían con carácter permanente y gozaban de preferencias: podían votar en las elecciones para alcalde y ser electos para ese cargo y disfrutar de solar y tierra para edificar, sembrar y criar ganado. Tenían derechos y debían cumplir los deberes y las obligaciones que les imponía su condición de vecinos.
La población masculina blanca la conformaban las autoridades, los hacendados, los artesanos y los criados que vivían agregados en las casas de los ricos como sirvientes, secretarios, ayudantes o simples protegidos. Los negros eran casi todos esclavos, aunque los había libres —los llamados horros—, a los que se les concedían terrenos para que edificaran sus casas y licencia para ejercer algunas actividades. En las Actas Capitulares, todas posteriores al primer semestre de 1550 —no existen las anteriores—, apenas hay menciones a los indios residentes en La Habana, y es que aparte de los que venían de fuera y se asentaban en el barrio de Campeche, la gran mayoría radicaba en Guanabacoa.
Dos hechos contribuyeron a modelar de manera notable la fisonomía moral de La Habana naciente, abriendo vías a cauces posteriores y marcándola con males que llegan hasta hoy, escribía Emilio Roig en sus Apuntes históricos (1963).
El sistema comercial de exclusivismo y monopolio, contrario al desarrollo natural de cualquier sociedad, obligó a los habaneros, por necesidad imperiosa, a burlarlo a como diera lugar, lo que los llevaba a vivir en la ilegalidad, la transgresión y el irrespeto a la ley. El contrabando fue así válvula de escape de una población oprimida y agobiada por el monopolio. Para el habanero, con el consentimiento tácito o explícito de las autoridades, se hicieron habituales el tráfico clandestino, el fraude, el cohecho y el robo de los bienes públicos, todo aceptado y justificado por razones de necesidad suprema, lo que disolvió la vergüenza en el hábito. Provechosa y fatal fuente de ingresos, el contrabando fue tónico para la vida y agente formidable de perturbación moral. Vicios actuales en la sociedad cubana encuentran su raíz en esa práctica del contrabando.
Alude Roig al segundo hecho que a su juicio marcó la vida habanera, y es que la ciudad, por su privilegiada posición geográfica, fue escogida como punto de reunión de la flota de Indias.
Esa Habana escogida como escala de todas las Indias, era, a mediados del siglo XVI, una ciudad pequeña, de escasa vecinería y marcada pobreza. Sus habitantes vivían en buena medida del alquiler de sus casas a los tripulantes y pasajeros de la flota y de la venta de bastimentos para los navíos. Hacia 1532 había de ordinario entre 19 y 30 navíos en el puerto habanero. La marinería era de nacionalidades muy diversas y hábitos relajados. La ciudad —mercado, garito, lupanar—, dice un historiador, engullía oro y volcaba concupiscencia, lo que fue fuente de daños morales que entronizaron el hábito de vivir sin trabajar, la corrupción, los escándalos, las bacanales.
Una crónica de 1598, atribuida a un tal Hernando de la Parra y que se publicó por primera vez en 1846 como parte del Protocolo de antigüedades, de José Joaquín García, da cuenta de la vida habanera a fines del siglo XVI.
En aquel tiempo, dice De la Parra, solo en algunas calles las casas aparecían construidas en línea. En otras vías se plantaban a capricho del propietario. Eran de paja y cedro, las protegían murallas de tunas bravas y todas disponían de un sembrado de árboles frutales. La plaga de mosquitos era insufrible y los cangrejos, en cantidades impresionantes, en busca de desperdicios, se acercaban en la noche a las viviendas. No se salía de noche, y si había necesidad impostergable de hacerlo, nadie se aventuraba a salir solo, sino en compañía de gente armada y provista de antorchas a fin de protegerse de los perros jíbaros y de los cimarrones que incursionaban en la villa en busca de comida y determinados recursos.
Los muebles eran rústicos, meros bancos de cedro o caoba sin espaldar. La cama se limitaba a una estructura de cuatro patas que sujetaba el pedazo de cuero crudo a modo de bastidor. Aunque los más acomodados traían muebles de España, sobre todo las camas llamadas imperiales. Los pobres se alumbraban con velas de sebo. Los ricos se valían de velones traídos de Sevilla y que alimentaban con aceite de oliva.
El cabildo habanero solicitó a la reina gobernadora la gracia del escudo, y la soberana, complacida de que sus vasallos de la capital cubana, le hicieran tal requerimiento, accedió al pedimento en términos lisonjeros para la ciudad.
Ese escudo primitivo estuvo formado por tres castillos y una llave en campo azul, exacta alegoría de sus primeras fortificaciones —la Fuerza, La Punta y El Morro— y de ser su puerto la llave del paso para América. Quedaba grabada en el escudo de armas de La Habana su significado como llave del Nuevo Mundo y antemural de las Indias Occidentales.
Fuentes: Textos de Emilio Roig, Alicia García Santana, Emeterio Santovenia y José María de la Torre